Luis Haranburu Altuna-EL CORREO
- No existe más alta meta que liberarse de la esclavitud de las emociones para asentar la libre razón que nos hace humanos
Fue en el período de entreguerras del pasado siglo cuando la teología política hizo furor. Entonces el ideólogo nazi Carl Schmitt afirmó aquello de que los postulados de la política eran una réplica de la teología; tesis que Karl Löwith corroboró. La teología siempre fue terreno abonado para el pensamiento dogmático y sus postulados se basaron en intuiciones, sentimientos y emociones que contrastan con la ciencia empírica. El romanticismo y la teología siempre fueron territorios conexos e híbridos.
En los albores del siglo XXI la teología política vuelve a estar de actualidad y florece de la mano de un radical romanticismo. Frutos del romanticismo son la cultura ‘woke’, el populismo y la convicción de algunos de estar en posesión de la verdad y situarse en el lado correcto de la historia. Sin ir más lejos, en la última campaña electoral hemos escuchado en boca de Irene Montero y Pedro Sánchez la aseveración de estar en el lado bueno y correcto de la Historia. Por sus epístolas conocíamos el sesgo romántico de Sánchez, pero ignorábamos su vocación de especulador teológico al proclamar su estatus en la Historia, con mayúsculas.
Isaiah Berlin reparó en la importancia del romanticismo al afirmar que «constituye el mayor movimiento reciente destinado a transformar la vida y el pensamiento del mundo occidental». El romanticismo surgió en el primer tercio del siglo XIX como actitud crítica y enfrentada a la Ilustración que desde el siglo XVIII irrumpió alumbrando las sombras y las creencias heredadas desde el medievo. Lo romántico, sin embargo, está muy lejos de ser una expresión y un movimiento unívoco, en tanto que sus significados son tan varios como equívocos.
Hablamos, por ejemplo, del amor romántico, el arte, la música románticos o la velada romántica a la luz de la luna, pero lo romántico significa, ante todo, la primacía de la emoción y el sentimiento sobre la razón ilustrada. A la Ilustración debemos la irrupción de la democracia en América y Europa. Hijo de la Ilustración es, también, el poderoso impulso de la ciencia y de la técnica en el siglo XIX, que cambió la economía, la demografía y la cultura. Simplificando mucho las cosas, la razón en su formulación más kantiana se opone a la emoción y el sentimiento, fundamentos del romanticismo, del que el nacionalismo y el populismo son sus principales expresiones políticas.
Frente a la diversa condición humana que el liberalismo propició con sus apetencias de libertad, igualdad y fraternidad, el romanticismo polariza a los humanos en banderías y corporaciones que propician el maniqueísmo doctrinal y moral. Los populismos son el fruto de una polarización brutal que algunos líderes no dudan en alentar cuando carecen de mejores ideas y razones. El romanticismo alienta las emociones y los sentimientos que hacen posible la sustitución del razonamiento político por el discurso moral. Un falso discurso que enfrenta la virtud con el mal, a la gente con la ciudadanía, la mentira con la verdad y la libertad con la sumisión.
«Credo ut intelligam» (creo para comprender), decía san Anselmo y repiten todos los teólogos que se precien para significar que es necesaria la fe para poder entender y obtener la verdad. Los líderes románticos apelan a sus fieles para que confíen y crean en su verdad. Reclaman la fe de sus seguidores y se postulan como los poseedores de la verdad y la virtud. No de otro modo actuaron Hitler, Mussolini, Lenin o Stalin, que reclamaron la fe de los suyos para desencadenar sus apocalipsis, cuando prometieron las falsas utopías que aspiraban a la redención de la Humanidad. Todos ellos fueron románticos, aunque criminales.
Cuando Pedro Sánchez o Irene Montero reclaman a la grey progresista su fe en la causa que dicen defender no actúan de distinta manera que los líderes populistas que, escudándose en la grandeza de sus pretensiones, anteponen la emoción y el sentimiento a la razón. La razón es siempre crítica y austera frente a la rotundidad y el oropel de los dogmas. La teología se mueve en el terreno opaco de las convicciones y lo fía todo a la existencia de un absoluto. En el ámbito de la política todo es opinable y se impone la libertad de conciencia al carecer de un absoluto que garantice las verdades siempre contingentes de la humana condición.
El romántico, por el contrario, posee absolutos que fundamentan su fe: el proletariado como actor de la historia, la ecología como principio regulador absoluto, la nación como última razón, el género como postulado irrenunciable o, simplemente, la fortaleza y la virtud del líder son otros tantos dogmas que fundamentan la fe, aunque no la razón práctica.
Una de las principales adquisiciones y conquistas de la Ilustración fue la de la laicidad que sitúa al hombre frente a su libre y desnuda condición. Como bien intuyó Étienne de La Boétie, el humano, por su naturaleza, tiende a buscar absolutos a quienes rendir su condición de esclavo. Es una tendencia inscrita en nuestro ADN, pero no existe mejor ni más alta meta que la de liberarse de la esclavitud de las emociones, para asentar la libre razón y conciencia que nos hace humanos.