IVÁN IGARTUA-El Correo

  • La gran misión que abraza el Kremlin es la de un imperio ruso renacido, enfrentado al énfasis occidental en la democracia

Un nacionalista (precisemos, un ultranacionalista) no solo no desaprueba las atrocidades cometidas por su bando, sino que se caracteriza por una asombrosa habilidad para no oír ni tan siquiera hablar de ellas. Esta observación clásica de George Orwell aún sirve para definir la actitud del ultranacionalismo ruso y, por extensión, la de una parte de la sociedad rusa abducida por él ante los efectos de la invasión de Ucrania decretada por el Kremlin hace más de seis meses. Los crímenes masivos de Bucha o Borodianka que ha presenciado el mundo entero son un montaje para el ‘putinismo’ o bien simplemente no han existido. ¿Cómo va a excederse lo más mínimo un ejército liberador guiado por una misión patriótica?

En cambio, cualquier pérdida producida en el solar propio se convierte automáticamente en prueba de la perfidia y el horror que esparce el enemigo. El reciente asesinato de Daria Dúguina, en una operación aparentemente dirigida contra Aleksandr Duguin, refundador epigonal del eurasianismo y principal teórico moderno del expansionismo ruso, ha hecho patente otra vez este despeñadero moral del nacionalismo: los crímenes solo son horrendos cuando los comete el otro.

Lo terrible de las teorías filosóficas o políticas en Rusia, sean del cariz que sean, es que siempre -o, al menos, con demasiada frecuencia- aparece algún personaje con poder dispuesto a llevarlas a la práctica hasta sus últimas consecuencias y al que inevitablemente secunda en su maximalismo una parte de la población, generalmente reducida, eso sí, aunque con los suficientes arrestos como para imponer su visión (e inmediatamente después sus normas) a la mayoría silenciosa.

La gran idea, la gran misión que ha abrazado el Kremlin en los últimos años, resultado en cierta medida de la dudosa formación de base de su líder, es la de un imperio ruso renacido, defensor de las esencias comunitarias y enfrentado a Occidente, que con su énfasis en la democracia, las libertades individuales y la sociedad del bienestar supone una amenaza para la estructura de poder tradicional en Rusia (por cierto, tanto anterior como posterior al zarismo). El meollo de ese entramado acerca del papel de la Gran Rusia puede hallarse en los libros del prolífico Duguin, quien ha sido, además, instigador de la puesta en marcha del proyecto eurasiático en tanto «alternativa planetaria a la versión occidental de las relaciones globales» (como expresó ya en ‘La mirada eurasiática’, de 2002).

Según sus adeptos, el cometido de la gran misión es únicamente benefactor, incluso para aquellos que no lo quieren ver, dado que persigue contrarrestar la decadencia de valores que ha supuesto la inclinación occidentalista de décadas atrás en Rusia y alrededores. No es legítimo oponerse a la operación salvífica: quien no quiera acogerse a ella pasa a ser víctima lógica e incluso propiciatoria de la idea. Por traducirlo a la cruda realidad actual: el ucraniano que no quiere dejar de serlo, por más que en ocasiones hable ruso antes que ucraniano, es objetivo a batir. De ahí su degradación -repetida hasta la náusea- en nazi; es decir, en alguien que, por despreciable, puede ser exterminado sin remordimiento alguno. Al mismo tiempo, el dispositivo de represión interior actúa con eficacia para que el ciudadano ruso procure, por su bien, no rechistar.

A pesar del efecto amortiguador del paso del tiempo, la barbarie rusa en Ucrania sigue conmocionando al mundo (o al menos al mundo libre). Sin embargo, desde la perspectiva mesiánica del Gobierno ruso, las bajas, tanto las militares como las civiles (ya sea en sus filas o en las ajenas), son perfectamente asumibles e incluso descontables en el marco del gran plan. Al fin y al cabo, ¿qué es una vida humana al lado de una misión histórica, la de todo un país encaminado a un futuro de esplendor?

Pero cuanto mayor empeño pone Rusia en la expansión violenta de sus fronteras y en el desprecio al individuo, tanto más se aleja cultural y políticamente de Europa, el territorio con el que ha mantenido los lazos más estrechos y prolongados en los últimos tres siglos, pese a todos los delirios pseudo-historicistas del neoeurasianismo. Su deriva antiliberal es la opción por el aislamiento con respecto al espacio europeo, una decisión cuyo arranque situó la escritora Liudmila Ulítskaya en la anexión de Crimea, hace ocho años y medio.

Ese adiós a Europa, que se presume largo, va a condicionar profundamente la vida y las perspectivas de futuro de muchos ciudadanos rusos (algunos de ellos exiliados en estos momentos). Lo ha hecho ya con la sociedad ucraniana en su conjunto, convertida en víctima de la insania criminal del Kremlin. Entre las jóvenes generaciones rusas, más de uno se habrá preguntado por qué están siendo enviados a matar y morir. La respuesta, en la estela de Rudyard Kipling y Jon Juaristi, parece sencilla: vuestros padres mintieron. Y el problema es que van a seguir haciéndolo.