CARLOS SÁNCHEZ-EL CONFIDENCIAL

  • Trump no es el único culpable. Es la cara más visible de un problema de fondo que tiene que ver con el lavado de cerebros a través de algunas televisiones y las redes sociales

Hace ahora justamente 99 años, Walter Lippmann, uno de los periodistas más influyentes de EEUU durante la primera mitad del siglo XX (se le ha considerado el inventor de las columnas en los periódicos), escribió un libro, ‘La opinión pública’, en el que alertaba del riesgo que entrañaba para la democracia la manipulación de las masas a través de los medios de comunicación.

Lippmann llegó a la conclusión de que tergiversar la información era un mal inevitable, entre otras razones, porque los propios ciudadanos, en el momento de tomar sus decisiones políticas, están condicionados no solo por lo que les empujan a ver y a creer —él solía utilizar el mito de la caverna de Platón para explicarlo—, sino también por los mecanismos inconscientes de su propia mente, que construye imágenes al margen de la realidad, lo que predispone a los individuos a creer lo que quieren creer. Una especie de sesgo de confirmación de los estereotipos previos, cuya fuerza radica, precisamente, en que no requieren ningún esfuerzo intelectual. Basta con seguir al líder.

Ni que decir tiene que Lippmann se adelantó a su tiempo adentrándose en la psicología social, que entonces se abría camino en el ámbito de las ciencias sociales.

Su advertencia, sin embargo, cayó en saco roto. De hecho, los feroces años treinta, que representan el ejercicio más repugnante de la manipulación de masas que ha conocido el planeta, no son más que la manifestación más evidente de esos peligros que denunciaban no solo Lippmann, sino también los filósofos de la Escuela de Fráncfort, para quienes la industria de la cultura corría el riesgo de convertirse en un potente instrumento de lavado de cerebros.

Ya sabemos cómo acabaron aquellos años treinta, pero lo que no se conoce todavía son las consecuencias que tendrá para la democracia una industria del entretenimiento —difícil hablar de cultura— que ha encontrado en la política un filón comercial. No solo a través de la televisión, cuya capacidad de influencia sigue siendo determinante en términos de opinión pública, sino también mediante las redes sociales, convertidas, en muchas ocasiones, en un gigantesco estercolero.

Ganar audiencia

El fenómeno Trump, de hecho, no es más que el exponente más visible de esa tendencia, pero, desde luego, no el único. El todavía presidente de EEUU es hijo de la Fox, quien lo ha jaleado durante décadas, y de otros canales de televisión que han encontrado en Trump —un tipo sin escrúpulos— su mejor aliado para ganar audiencia.

El odio, la confrontación y la creación de enemigos venden, y mucho, y por eso demasiados programas de televisión lo que hacen es polarizar la sociedad. Porque así sube la cuota de pantalla. Lo importante no es la verdad, sino la articulación de un relato, aparentemente sólido, capaz de influir en la mente de los individuos mediante la construcción de una realidad paralela. Muchas veces, a través de los símbolos, como bien saben los totalitarismos.

Los sucesos de este miércoles en Washington, en este sentido, no son más que la culminación de ese proceso de manipulación de las masas a través de determinados medios de comunicación que, desgraciadamente, han hecho bueno aquello que decía Juan Goytisolo: se empieza aprobando errores y se acaba siendo condescendiente con los horrores.

Trump fue el error inicial de los republicanos, que nunca supieron frenarlo cuando con un simple tuit envenenaba la política norteamericana. Ahora ese monstruo, a quien se le han reído las gracias, es el mismo que ha llevado la democracia americana a su capítulo más negro.

Sería injusto, sin embargo, culpar de todos los males a Trump, que no es más que alguien que ha utilizado a su servicio los instrumentos más poderosos de manipulación de masas, como en otro tiempo hizo Berlusconi, sino al entramado mediático y a las redes sociales que han convertido la política en un espectáculo y en un inmenso lodazal. Por supuesto, con el visto bueno de muchos políticos a quienes les es útil esa estrategia.

La polarización, la crispación y la confrontación sin argumentos no han caído del cielo. Son fruto de un contexto y de un tiempo muy concreto. Y el caldo de cultivo se lo ha dado la insuficiencia del sistema para canalizar el debate político, convertido hoy en un pimpampum que avergonzaría a los padres de la democracia americana.