Ignacio Camacho-ABC
Son los agricultores quienes luchan contra la España vacía frente al medioambientalismo hueco de la política urbanita
No, claro que no se trata (sólo) del salario mínimo. Aunque muchos de esos «terratenientes» que dice el sindicoseparatista Pepe Álvarez apenas lo ganen después de pagar costes laborales, de producción y de amortización de la tierra. La subida del SMI ha sido el chispazo de un malestar latente en el campo que tiene muchas causas: los nuevos aranceles, los bajos precios en origen, la presión de la cadena de distribución, los impuestos al diésel, incluso los desarreglos del clima, que por cierto la agricultura contribuye a paliar más que la mayoría de esos ecologistas de despacho con aire acondicionado. Ahora unos políticos urbanitas, atentos a una clientela de redes sociales y series de plataforma digital, han tomado una medida socioeconómica que olvida los territorios sin cobertura donde apenas cosechan votos aunque se les llene la boca de palabras floridas sobre la galopante despoblación de una España que no pisan. Pero como el aceite no cuelga envasado de los olivares ni las patatas se recolectan fritas, los productores se asfixian en una crisis de rentabilidad de sus materias primas. Y si protestan, los acusan de carcas o de populistas y el Gobierno manda a la Policía que los reprima con una dureza que nadie vio durante las recientes algaradas independentistas.
La queja campesina -por la sequía o por la tormenta, por el calor o por el pedrisco- es un tópico que incordia a todos los Gobiernos, sobre todo desde que el marco liberal europeo impide la regulación de los precios. Pero el sector primario está harto de quedar postergado en la moda de la política de diseño, la de los gurús que hablan de energías eólicas o fotovoltaicas sin haberse curtido al sol o al viento, la de los animalistas que piensan en el bienestar de las mascotas sin preocuparse de los problemas ganaderos, la de los veganos que jamás se han inclinado sobre los surcos y los terrones a la intemperie de un horizonte abierto. La de los demógrafos y planificadores académicos que hablan de fijar población mientras cuadran presupuestos dejando a las pequeñas localidades rurales sin médico, sin tren o sin colegio.
De vez en vez, ese mundo silencioso curtido en amaneceres fríos corta las carreteras con tractores o sube a la ciudad a hacer un poco de ruido. A veces logra que lo reciba un ministro y le prometa una gestión en Bruselas, una subvención o una ampliación de regadío. Y hasta la próxima, a seguir fajándose con la naturaleza a brazo partido. Eso si no recibe el desdén capitalino, la etiqueta arrogante de paletos o señoritos o el consejo de reconvertir los cortijos, las alquerías o las haciendas en hotelitos turísticos.
Contra el peligro real de la España vacía, los agricultores resistentes han prendido de sus solapas un lazo verde. El color de un paisaje cuyo futuro languidece porque el medioambientalismo de salón desprecia los rigores del trabajo al relente.