Fernando Savater, EL CORREO, 18/8/12
Lo indecente es que se siga contraponiendo desvergonzadamente cómo se ven las cosas ‘aquí’ y en el resto de España, igual que si nadie hubiera tenido que irse de aquí precisamente por verlas como los demás españoles
Durante los años de actividad virulenta de ETA, las elecciones en el País Vasco se realizaban evidentemente bajo coacción y por tanto de una forma dudosamente democrática, por decirlo con suavidad. Entre los que se presentaban a ellas, unos se jugaban el escaño y otros se jugaban la vida. La campaña electoral de los partidos no nacionalistas, el PP y el PSE, se desarrollaba aproximadamente con la misma libertad de que gozan los misioneros mormones en Arabia Saudí. Un parlamentario europeo, al que acompañé durante una de ellas, me decía que si comicios así tuvieran lugar en algún país de América o África hasta la Fundación Carter los hubiera considerado inadmisibles. Pero como estábamos solamente en España…
Algunos –pocos, muy pocos– puntillosos reclamábamos que votantes y votables se negaran a participar en semejante juego sucio, para denunciar la situación. Nadie suscribía esta propuesta, ni los más directamente perjudicados ni desde luego los que entre resignados suspiros se beneficiaban de ella. Recusar las elecciones sería «empeorar las cosas», «hacerles el juego», etc… Es curioso que, durante décadas, cualquier iniciativa decidida contra los atropellos del nacionalismo radical, fuese legal, policial, judicial, electoral o lo que ustedes quieran era inmediatamente tachada de «empeoradora» por quienes se decían, que no nos confundan, contrarios al terrorismo, sus pompas y sus obras (los cómplices la llamaban directamente ‘fascista’, como ahora). Por lo visto, pensamos algunos recalcitrantes, todo era igual de malo: que los terroristas campasen por sus respetos o que institucionalmente se les negase respeto a su campo. Pues vaya.
Puestas así las cosas, bastante gente optaba por irse del País Vasco. No sólo aquellos amenazados directamente por el terrorismo, que huían por instinto de conservación (recordando quizá aquel dictamen de Valle Inclán: «Hay honor en ser mártir devorado por los leones, pero no coceado por los burros»), sino muchos otros hartos de tener que vivir con cautelas y recelos, ocultando sus adhesiones y sus símbolos políticos para no ‘provocar’, tratados como ciudadanos de segunda en una parte del Estado de derecho español en la que por lo visto el Estado y el derecho estaban puestos entre paréntesis por los aprendices de tirano y los aprovechateguis que medraban a su sombra. Su ‘exilio’ era más moral que institucional, porque por suerte no tenían que abandonar su patria sino solamente –¡y no es poco!– el lugar donde vivían, que a veces era su tierra natal. No todos se iban por miedo, desde luego, muchos se marcharon por fastidio, por asco o porque no querían que sus hijos fuesen educados en el ambiente enrarecido que les amargaba la vida a ellos. Recuerdo a una pareja de alumnos míos de Zorroaga, euskaldunes y con talento para la filosofía, a los que me encontré años después en Jaén entre el público de una de mis charlas. Cuando les pregunté cómo habían ido a parar allí, él chico me dijo sonriendo: «Porque es lo más diferente a aquello que hemos encontrado…».
Unos se fueron y otros se quedaron: desde fuera de cada historia personal, nadie tiene derecho a juzgar ni a unos ni a otros. Lo evidente es que si el Estado hubiera cumplido eficazmente su obligación de tutelar a los ciudadanos y garantizar sus derechos constitucionales, nadie hubiera tenido que marcharse por miedo: sólo se habrían ido, en todo caso, los que pretendían atemorizar a los demás. Pero claro, como había que intervenir institucionalmente lo menos posible para no «crispar» ni «empeorar» las cosas…Y aun así, menos mal que contábamos con la Constitución y las leyes españolas, con la Audiencia Nacional, con la Guardia Civil y demás fuerzas de seguridad, porque en caso contrario hubiéramos tenido que irnos todos los que no estábamos dispuestos a pasar por el aro ni a callarnos. ¡Que nos hablen a nosotros de independencia, con lo que nos costó mantenernos independientes, a trancas y barrancas, del crimen político con patente de corso durante décadas en Euskadi!
No sé si esa sangría de gente que se marchó podrá repararse ahora, facilitando el voto de los que se fueron amenazados (cualquiera podría sentirse así, aun sin estarlo personalmente, con sólo pasearse por las calles llenas de pintadas, carteles y dianas de su pueblo), o facilitando su empadronamiento de nuevo en Euskadi, o como sea. Supongo que si hay voluntad no es imposible, aunque se presenten obvias dificultades legales. Lo indecente, en cualquier caso, es que se siga contraponiendo desvergonzadamente cómo se ven las cosas ‘aquí’ y en el resto de España, igual que si nadie hubiera tenido que irse de aquí precisamente por verlas como los demás españoles. O que se siga hablando de que esos cambios electorales alteran el censo o son fruto del «resentimiento» de unos cuantos, como si el censo vasco pasado por el cedazo asesino de ETA fuese el único que tiene carta de legitimidad. El fascista croata Ante Pavelic aplicaba a sus enemigos el mecanismo de los tres tercios: un tercio muertos, otro expulsados y otro sometidos. El fascismo de ETA ha pretendido lo mismo en el País Vasco y por lo menos habrá que intentar que no se salga con la suya.
Fernando Savater, EL CORREO, 18/8/12