Antonio Elorza-El Correo
- Pese a la distancia entre ETA y la mafia siciliana, coinciden en la habilidad para sortear el riesgo de una memoria social basada en la condena de sus crímenes
Los análisis comparativos son los grandes ausentes en el estudio de los movimientos terroristas, lo cual impide revelar significativos rasgos comunes. Valga como ejemplo la influencia de la radicalización juvenil de los años 60, compartida desde distintos supuestos por las Brigadas Rojas en Italia y por ETA. Y resulta aún más útil contrastar la casi generalizada autocrítica que practicaron finalmente los brigadistas, con la reafirmación ideológica que en cambio presidió la sucesión de ETA por Bildu. Hoy las Brigadas Rojas son un punto negro en la memoria italiana del pasado siglo, mientras los herederos de ETA confían en alcanzar pronto el gobierno en Euskadi y también, por qué no, en Navarra.
La distancia entre ETA y la mafia siciliana es mayor a primera vista. Sin embargo, ambas coinciden en haber sobrevivido a una aparente derrota, igual que antes en su potencial sanguinario y en el alto grado de cohesión interna, así como luego en la habilidad para sortear el riesgo de una memoria social que efectivamente se basara en la condena de sus crímenes.
Lo pude apreciar en un reciente viaje a Palermo, durante el cual coincidí con los actos conmemorativos del atentado mafioso que el 23 de mayo de 1992 costó la vida del juez Giovanni Falcone, de su esposa y escoltas al salir del aeropuerto de Palermo. Este hoy lleva su nombre, asociado al de su colaborador, el también juez Paolo Borsellino, asesinado dos meses después. De los tres jueces que habían protagonizado el maxiproceso que en 1986 descabezó parcialmente la mafia, con casi quinientos imputados y más de 2.500 años en condenas, solo quedó para contarlo el fiscal Giuseppe Ayala.
La interactividad entre la mafia y el Estado era un leitmotiv en las reflexiones de Falcone, contenidas en su libro-entrevista ‘Cosas de ‘Cosa Nostra’. No era un anti-Estado, sino una organización paralela en diálogo permanente con el Estado. Insistieron en ello los tres continuadores de la labor de Falcone, a cuya mesa redonda asistí. Un Estado entonces cómplice e infiltrado: los datos para el atentado solo pudieron venir de fuentes oficiales. Antes ya había frenado el desmantelamiento de la mafia que el maxiproceso parecía augurar. Los asesinatos de Falcone y de Borsellino fueron tal vez prólogo a una invitación de pacto implícito. El hecho es que hoy la presencia de la mafia es larvada, surgió una conciencia social adversa. Hace tiempo dejó de decirse tras un atentado que la víctima ‘algo habrá hecho’ (¿nos suena?). Y el Gobierno -Salvini en Interior- propone las clásicas limitaciones a la acción de los jueces que favorecen dicha supervivencia.
Las reflexiones de Falcone son fundamentales para entender hasta qué punto Cosa Nostra fue posible por la incapacidad del Estado para asumir sus funciones y también por adaptarse como el guante a la mano de la realidad siciliana. Algo que puede servir también de hipótesis para entender a ETA. Precisamente porque Falcone basó su acción antimafia en un riguroso conocimiento de su estructura, sus usos y sus valores, no sin un punto de admiración, estaba convencido de que sobreviviría con ayuda del Estado. Por la propia naturaleza críptica del fenómeno, resulta imposible hoy precisar su persistencia o su olvido en la memoria colectiva, algo que para ETA sí sabemos que está ahí y que estará, con una complicidad del Estado que aquí es de otro tipo. Signos contradictorios. Falcone y Borsellino dan nombre al aeropuerto de Palermo y también al Museo del Presente en la misma ciudad, con la mafia de imprescindible protagonista, no solo las víctimas como en el Centro Memorial de Vitoria. Pero están ausentes de las lápidas conmemorativas en el Valle de los Templos de Agrigento. Inhibición tal vez debida a esa sombra omnipresente de la mafia disimulada también en la obra del popular Andrea Camilleri, el creador de Montalbano, serie donde «no afronta el tema, lo da por existente».
Al regresar a España, la sorpresa fue que ‘la mafia’ se había convertido en estrella de la movilización propuesta por el PP frente a Pedro Sánchez. Sin duda es un lema eficaz para designar la carga de corrupción que el Gobierno arrastra, si bien son cosas diferentes: no hay aquí un contrapoder que actúa sobre el Estado, ya que es este el que genera una orla de corrupción.
La singularidad de sus orígenes bien podría inspirar una película de Scorsese, con toques de Ettore Scola: nada menos que la conquista del PSOE primero, y del Gobierno luego, por un grupo variopinto, forjado como en una ‘road movie’ a bordo de un Peugeot, con un líder ambicioso al frente. A partir de ahí, según los famosos mensajes, la vida política del partido y el Estado resulta sustituida por una estricta dominación de las decisiones del Jefe. No es la mafia, pero sí un sistema de poder críptico, con sicarios (números dos y tres) y esbirros en las cloacas para la acción extralegal. «Cuanto más centralizada y clandestina es una organización -advertía Falcone-, más temible es».