Älvaro Delgado-Gal
- Rousseau gozó de especial estimación entre los diputados de la Montaña, de prosapia casi siempre jacobina. La violencia revolucionaria, de carácter con frecuencia homicida, nos remite, una vez y otra también, a Rousseau
María José Villaverde, autoridad indiscutible en el pensamiento francés de los siglos XVIII y XIX, acaba de publicar un libro en cuya portada campea el título siguiente: ‘Rousseau visto por sus contemporáneos’. Debajo se lee: ‘Odio e idolatría’. No les oculto que me cuento entre los odiadores de Rousseau, al tiempo que reconozco su ascendiente enorme dentro del pensamiento moderno. El ginebrino imprimió en los revolucionarios del 89 y sus herederos una huella mucho más profunda que Voltarie y los enciclopedistas. Pero insisto: Rousseau no me gusta. Fondo y forma se alean en su filosofía para componer un todo especioso, impostado. Me comprenderán mejor si les pongo un ejemplo concreto. En ‘Las confesiones’, Rousseau se perfila ante los demás con el propósito de ser comprendido y también perdonado, perdonado por cuanto, como pudo conocerse gracias a un anónimo de Voltaire, había depositado a sus cinco hijos en casas de caridad, lo que entonces equivalía casi a condenarlos a muerte. El filósofo no niega su yerro, aunque pretende haber procedido con inmaculada buena fe. Al encomendar a sus retoños a la educación pública había intentado comportarse, asegura, como un padre y un ciudadano. Un miembro, añade literalmente, de la república de Platón. ¿Se dirige a nosotros el pecador atormentado o el tribuno edificante? Vaya usted a saber. El susurro del penitente adopta de pronto vuelos declamatorios y nos deja, por así decirlo, fuera de juego. Imposible cuadrar cuentas con ese individuo que, según recuerda Villaverde, iba travestido de armenio y jugaba al eremita huraño a la vez que se las componía para disfrutar de una popularidad comparable a la que asiste hoy a ciertos espantajos en los platós rosa de televisión.
El libro de Villaverde se presta a ser recorrido a dos velocidades distintas. Nada impide hacer caso omiso de las notas y digresiones eruditas, y avanzar por el texto a uña de caballo. Nos divertiremos entonces a cuento de los enciclopedistas, sus mecenas, y el gran baile de salón que fue la Francia de Luis XV. Pero cabe también sujetar el paso y, obedeciendo a la inspiración del momento, espigar noticias y sensaciones en ensayos relativamente escondidos del autor. Si adoptamos ese acuerdo, la lectura durará semanas. En su último tercio, la obra vira hacia cuestiones de índole doctrinal y filosófica. Resignada a no silenciar los aspectos peligrosos de su biografiado, concluye Villaverde: «Hoy, en la era de los nacionalismos, la defensa de Rousseau de la identidad nacional y su querencia por disolver al individuo en la colectividad… puede parecer con razón una tragedia».
Rousseau gozó de especial estimación entre los diputados de la Montaña, de prosapia casi siempre jacobina. Entre sus admiradores destacan Robespierre, un abogadete cursi de la Picardía y gran accionador a distancia de la guillotina, el sangriento Saint-Just, y Marat, para cuya sicopatía el historiador Jules Michelet apronta en su ‘Historia de la Revolución Francesa’ una explicación políticamente incorrecta: proceder de sardos, una raza turbia que ha incorporado a sus monumentos funerales la efigie monstruosa de Polichinela. Ignoro si Antonio Gramsci o Grazia Deledda, nacidos ambos en Cerdeña, habrán estado al tanto de las elucubraciones de Michelet. Bromas aparte, la violencia revolucionaria, de carácter con frecuencia homicida, nos remite, una vez y otra también, a Rousseau.
¿Por qué éste, a despecho de su reiterada defensa de la tolerancia, inspiró una filosofía política que deja sin sitio al que no está de acuerdo? La clave reside en el concepto de «voluntad general». Rousseau distinguió entre dos tipos de voluntad política: la menos significativa, conocida como «voluntad de todos», se determina contando votos y está abierta a la negociación. Si una propuesta ha recibido 1.013 sufragios y otra 1.005, es probable que el personal prefiera no ir a las manos y se decante por una tercera opción, a mitad de camino entre las dos anteriores. El caso, sin embargo, es que, para Rousseau, una república virtuosa debe regirse por otro tipo de voluntad, la voluntad general. Esta representa una expresión mística del todo social, es infalible, y no tolera disminuciones, ajustes ni componendas. Desde la perspectiva de la voluntad general, la discrepancia resulta, en consecuencia, metafísicamente imposible. Rousseau lo afirma tal cual en ‘El contrato social’ (Libro IV, cap. 2): «Si consiguiera que mi opinión particular prevaleciese sobre lo establecido por la voluntad general, tendría que hacer lo que en realidad no quiero hacer, y entonces no sería libre». No es maravilla que Rousseau prefiriese las comunidades pequeñas, homogéneas y sin fisuras. Esto es, que fuera echando las bases del nacionalismo totalitario. Confirma esta apreciación una línea tremebunda del ‘Emilio’: «Todo patriota es duro con los extranjeros. Puesto que estos no pasan de ser hombres, es decir, no son nada a sus ojos».
¿Esto es todo? No. A lo que he dicho se añade el aborrecimiento de Rousseau hacia la civilización, entendida como el conjunto de técnicas y conocimientos que han permitido al hombre egresar del estado salvaje. En ‘Discurso sobre el origen de la desigualdad’, Rousseau se valió de un término, «perfectibilidad», que dice lo que parece que dice y a la vez lo contrario. Porque es perfectible, el hombre ha conseguido inventar el lenguaje, las instituciones, la moneda, las bellas artes y la literatura.
Pero todos estos avances lo han depravado, que no enaltecido. Tal es el motivo de que valga más emitir gemidos bestiales y vagar por los bosques que saber cálculo diferencial o mejorar la producción gracias a la especialización en el trabajo. Cuarenta años después, Condorcet enarbolaría el término «perfectible» en un sentido, ahora, inequívocamente positivo. Y es que Condorcet cree en la salvación del hombre a través del viaje fatigoso, del trayecto de menos a más, que es el Progreso. Lo que en lugar del progreso a lo Condorcet (o Turgot, o Voltaire) nos propone el autor del Contrato es un milagro y una cábala: la conversión instantánea, portentosa, del hombre caído en ciudadano. A eso nos convoca el Rousseau que celebraron los revolucionarios: al Milenio cristiano sin Cristo. A partir de 1792, la fantasía quiliástica rousseauniana empezó a generar muertos. Todavía no hemos terminado de contarlos.