MANUEL ARAGÓN-ABC

  • A la hora de elaborar las leyes, la desnuda voluntad política prevalece, en muchas ocasiones, sobre la razón jurídica

En cualquier democracia constitucional el legislador está limitado, material y procedimentalmente. En cuanto a la materia, porque no puede vulnerar las normas sustantivas de la Constitución, y en cuanto al procedimiento, porque ha de atenerse a unos principios, también derivados de la Constitución, que garantizan el correcto ejercicio de la potestad legislativa, entre ellos, reiteradamente recordado por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, el de la improcedencia de las llamadas «enmiendas intrusas». Es decir, aquellas que se presentan a un proyecto o proposición de ley que se debate en las Cámaras y que no guardan con él ninguna conexión de materia y objeto.

Esta prohibición tiene un sólido fundamento, ya que tales enmiendas serían, en realidad, una operación fraudulenta en cuanto que encubren una auténtica iniciativa legislativa eludiendo, sin embargo, los requisitos y el procedimiento que para ella exigen la Constitución y los Reglamentos de las Cámaras. De ahí que el Tribunal Constitucional las haya considerado inconstitucionales en un buen número de resoluciones (sentencias 119/2011, 136/2011, y 172/2020, entre otras).

Aunque quizá la más conocida sea la resolución que dictó, por Auto 177/2022, de 19 de diciembre, con ocasión de una enmienda, que pretendía modificar la Ley Orgánica del Poder Judicial y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, presentada a un proyecto de ley orgánica de transposición de directivas europeas y de reforma de la legislación penal. El tribunal, en ese auto, dictado en un recurso de amparo, no sólo decidió admitir el recurso, sino también suspender la tramitación parlamentaria de esa enmienda, recordando que la misma, por carecer de conexión con aquel proyecto de ley, no podía ser conforme con la Constitución según la doctrina constante del propio tribunal.

Pese a ello, de modo lamentable e inconstitucional, este tipo de enmiendas se han seguido produciendo y aceptando hasta hoy, sobre todo en el Congreso de los Diputados. El último caso lo tenemos en la enmienda admitida hace unos días para eliminar la capacidad de veto del Senado en la aprobación del «techo de gasto», que es una potestad que le había atribuido la Ley de Estabilidad Presupuestaria.

Sobre la constitucionalidad o no de este desapoderamiento legal al Senado de una atribución que otra ley le había reconocido no voy a manifestarme, pero sí sobre el procedimiento seguido para ello: una enmienda presentada en el Congreso al Proyecto de Ley de Paridad, con el que esa enmienda carece por completo de conexión de materia y objeto y que, en consecuencia, debió de ser inadmitida como han informado, correctamente, los letrados del Congreso y del Senado.

No es necesario insistir en la inconstitucionalidad de tal procedimiento, puesto que el Tribunal Constitucional, como he dicho, ya lo ha declarado así en su reiterada doctrina. Lo que me preocupa extraordinariamente es lo que podríamos llamar la ‘rebeldía’ del legislador, que aún a sabiendas de esa inconstitucionalidad insiste una y otra vez en repetirla. Posiblemente porque se cree soberano, esto es, en la definición clásica, ‘legibus solutus’, desatado de la ley (y de la Constitución).

Esta situación retrata bien la perversión que está sufriendo nuestra democracia constitucional, con olvido de que sólo la nación es soberana, cuya voluntad únicamente la expresa el pueblo español (art. 1.2 CE). Las Cortes Generales «representan» al pueblo español (art. 61.1 CE), pero eso no significa que pueda suplantarlo en el ejercicio de un poder soberano que sólo a él pertenece. Por ello la competencia legislativa de las Cortes, como la que ostente cualquier otro poder constituido, está material y procedimentalmente limitada.

Llevamos ya, lamentablemente, algunos años en los que esa potestad legislativa se ha deteriorado, no sólo por el abuso de los decretos-leyes, que, de normas extraordinarias, como la Constitución ordena, se han convertido en el modo ordinario de legislar, sino también por la degradación en general del procedimiento legislativo parlamentario. Una degradación ocasionada, principalmente, por la excesiva utilización de la urgencia, por las figuras aberrantes de las leyes y decretos-leyes ‘ómnibus’ y por el uso fraudulento de las proposiciones de ley para iniciativas que son declaradamente del Gobierno, incluso preparadas en su seno, pero que se presentan como proposiciones de los grupos parlamentarios afines para eludir los informes y dictámenes previos que, si se presentaran como proyectos de ley, habrían de emitirse. Lo de las enmiendas ‘intrusas’ no es más que otro caso, flagrante, de ese deterioro.

Este modo de actuar, contrario a las reglas de nuestra democracia constitucional, además de degradar la potestad legislativa parlamentaria, produce (y creo que consecuentemente) malas leyes, técnicamente defectuosas por su confusa redacción y su falta de claridad, con riesgo cierto para la seguridad jurídica, que es condición indispensable para la efectividad de los derechos ciudadanos, la estabilidad social y el desarrollo ordenado de la economía.

El asunto que antes comenté, y que ha dado ocasión a este artículo, el de las ‘enmiendas intrusas’, es, pues, sólo un ejemplo de la decadencia de nuestra democracia parlamentaria, en manos de algunos políticos escasamente respetuosos con los principios y valores que debieran promover y defender. La voluntad política no puede operar fuera o por encima de la razón jurídica, que no es otra, en nuestro sistema, que la razón constitucional.

Una razón que hoy se está abandonando en muchas ocasiones, como lo prueban la práctica desaparición del control parlamentario, la tendencia a la colonización partidista de instituciones que, por principio, debieran ser independientes, la extrema polarización de la vida pública, con la consiguiente conversión del adversario político en enemigo al que hay que destruir o, al menos, expulsar del sistema, los ataques a los jueces y a la prensa, o en fin, la utilización de cualquier medio, por muy reprochable que sea, para conseguir el poder o conservarlo.

En ese panorama de degradación institucional, la ley está perdiendo la dignidad que debe acompañarla porque en esa dignidad descansan su legitimidad para ser obedecida y su eficacia como instrumento útil de resolución pacífica de los conflictos y de garantía de los derechos de los ciudadanos. A la hora de elaborar las leyes, la desnuda voluntad política, como antes dije, prevalece, en muchas ocasiones, sobre la razón jurídica, de lo que estamos teniendo diversos ejemplos, entre ellos el de la reciente Ley de Amnistía. Por eso, frente al conocido lema de la autocracia, ‘voluntas, non ratio, facit legem’, hay que reivindicar el principio, contrario, de la democracia constitucional, ‘ratio, non voluntas, facit legem’. Un legislador desatado de las exigencias constitucionales es, y la experiencia lo demuestra, un auténtico peligro para la libertad.