José maría Ruiz Soroa-El Correo

La verdad no actúa como filtro anticipado de la información, sino como criterio posterior para la crítica y la corrección

Era filósofo y era irónicamente escéptico acerca de la posibilidad de encontrar algo así como eso llamado verdad. Pero sobre todo era pragmático, un digno heredero de esa corriente del pensamiento norteamericano de finales del siglo XIX (John Dewey, William James) que valoraba las ideas filosóficas no por su calidad intrínseca o su supuesta aproximación a lo verdadero, sino por su capacidad para producir cambios positivos en el mundo real y acercar a la Humanidad a una situación más digna. Desde esa convicción acuñó su lema: «Mi convicción es que si cuidamos de la libertad, la verdad se cuidará a sí misma».

Me ha venido a la cabeza Rorty en estos tiempos en que la libertad está seriamente amenazada no tanto por totalitarismo o autoritarismo algunos sino, como predijo Tocqueville, por el miedo de una ciudadanía que reclama seguridades al poder público visto como salvador. Porque resulta que aparece por doquier la invocación de la verdad como criterio para limitar una libertad que es esencial en una sociedad abierta y democrática: la libertad de expresión. La libertad existe sólo para expresar información veraz, dicen algunos (unos cuantos desde el poder) haciendo una lectura literal e ingenua del artículo 20 de la Constitución que proclama el derecho a «comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión». «Veraz», nos insisten, luego es palmario que la libertad de expresión no incluye el derecho a proporcionar o difundir información errónea. Por ejemplo, los bulos, las mentiras, las distorsiones y así.

Esto es algo así como un regreso a aquella afirmación gnoseológica con que educó a nuestra generación la Iglesia católica y que defendía con elegancia intelectual el Papa Ratzinger: «El error no puede tener el mismo estatus que la verdad». Afirmar lo contrario es tanto como ingresar de hoz y coz en el deplorable mundo del relativismo, el ‘summum malum’ de la sociedad posmoderna. Pues bueno.

¿De verdad la lectura de la Constitución es tan literal y plana? ¿De verdad afirma su texto que existe un parámetro objetivo y directamente cognoscible llamado ‘verdad’ al cual está subordinado el derecho del ciudadano a obtener o difundir información? ¿Podría entonces el poder, al amparo de este precepto, montar algo así como un ‘Ministerio de la Verdad’ que censurase o sancionase las informaciones de los medios en función de su veracidad o falsedad? ¿Podría prohibir, y ya puestos castigar, informaciones tan patentemente falsas como las de que la Tierra es plana, la de que existe un dios personal omnipotente y omnisciente que obra milagros, la de que las vacunas dañan o la de que la homeopatía cura las enfermedades?

La verdad como requisito objetivo de la información. A esto hemos llegado. A pensar de que existe y es cognoscible un estado de cosas al que podemos calificar como verdad y que determina con nitidez y precisión lo que se ajusta a ella, y es por tanto veraz, y lo que no y es por tanto perseguible. Ironía: acudir por un momento a un hecho crudo tan objetivo como el siguiente: ¿cuántas personas ha matado el corononavirus en nuestro país?. Reza la respuesta: depende de cómo los contemos y cómo evaluemos las causas de su muerte. Pueden ser veinte o treinta mil, más o menos. Depende… ¿Seguimos hablando de la verdad como percepción nítida y clara de una evidencia intuitiva, que diría Descartes, o nos hacemos cautelosamente un pelín escépticos?

Los intérpretes de la Constitución han aclarado que esa referencia a la «veracidad» de la información no debe tomarse como un condicionamiento apriorístico de lo que se puede difundir, sino como una exigencia en cuanto a su modo de producción, que es el de la pluralidad y la libertad. La información debe ser producida en un régimen plural, abierto y libre, en el que pueda rectificarse una afirmación cuando se demuestre errónea y perjudicial para otra persona. La verdad no actúa como filtro anticipado de la información (salvo como un ideal regulador del que informa), sino como criterio posterior para la crítica y la corrección. Hay quien cree todavía que la subsistencia de información valiosa en nuestras sociedades nace de la objetividad de los informantes; pero es más cierto, aunque sea un tanto desilusionante, que la posibilidad de ser informado deriva de la pluralidad de medios de información, de la competencia entre ellos y de la libertad de que gozan para difundir noticias.

¿Cuidamos la libertad? Pues más bien no: el Gobierno dejó en suspenso el derecho de acceso al Portal de Transparencia durante la alarma. Cuando más falta hacía. Unos ciudadanos privados del acceso a la información de lo que contrata y gestiona el Gobierno y de cómo lo gestiona malamente podrán llegar a criterio alguno sobre su proceder. ¿Se extrañan de los bulos?