- El liberalismo tiene presente y futuro en España, pero no en forma de partido o embeleco fiscal o político, sino como lo que realmente es: el armazón intelectual de la democracia moderna
El liberalismo es la filosofía política más relacionada con España y, como suele pasarnos, una de las más incomprendidas o citadas en vano en una de sus fuentes históricas. En español clásico «liberal», derivada del latín liber, el ciudadano opuesto al esclavo o al siervo, significaba oficio sin trabajo manual y, como calificativo, persona generosa, tolerante, sociable y abierta; una de las Novelas Ejemplares de Cervantes se titula El amante liberal. El significado es análogo en francés, italiano y demás lenguas romances cultas. Ahora también es un término injurioso de la izquierda woke bajo el derivado de neoliberal, sinónimo de capitalista.
Del carácter generoso a la libertad política de los modernos
Se convirtió en un concepto esencialmente político con la gran crisis de finales del siglo XVIII. En Francia, libéral pasó a significar también partidario de cambios profundos aunque no necesariamente violentos, al estilo de Mirabeau y el abate Sièyes. Pero fue en la España de las Cortes de Cádiz, en guerra con Napoleón, donde «liberalismo» devino en el concepto político actual. En efecto, las Cortes de Cádiz y su Constitución representaron la opción reformista radical frente a la caverna absolutista y la ruptura violenta. Por eso la gaditana fue el modelo de Constitución de tercera vía entre revolución y reacción en Portugal, Nápoles, principados alemanes y otros Estados. También en los nuevos hispanoamericanos, como México, aunque allí fue arrollada por el prestigio del modelo de Estados Unidos y, sobre todo, el culto a la revolución violenta de estilo francés representado por Simón Bolívar.
Gran Bretaña acabó convertida durante mucho tiempo en el país liberal por excelencia. El liberalismo británico debe mucho a la filosofía de Adam Smith, David Hume y la ilustración escocesa, más el feminismo ilustrado de Mary Wollstonecraft y el conservadurismo de Edmund Burke, entre otros ingredientes esenciales de la modernidad política. Se convirtió en una vigorosa corriente con Jeremy Bentham, John Stuart Mill y otros autores esenciales, tan diferentes entre sí que impiden hablar con propiedad del liberalismo como una doctrina homogénea. Porque el liberalismo es una corriente tan comprometida con el pluralismo y la tolerancia que por necesidad virtuosa es y debe ser plural y coral. Por eso hay tantas diferencias sobre la libertad o la justicia entre, por ejemplo, Isaiah Berlin, Leo Strauss, Karl Popper o Friedrich Hayek, por citar ilustres referentes. Es la razón de que el liberalismo desanime tanto a quienes buscan certezas cerradas y redondas unanimidades.
Pero las favorables condiciones británicas eran más raras en otras partes; en Francia, el genuino liberalismo de Tocqueville o Constant quedó en corriente secundaria comparada con el republicanismo, el bonapartismo, el socialismo utópico y demás secuelas ideológicas de la revolución de 1789.
El liberalismo es muy exigente; para desarrollarse requiere un sistema económico favorable (que naturalmente, es el capitalismo)
¿Y en España? Sin duda fue el país natal donde mayores dificultades encontró el proyecto liberal. Tuvo que enfrentarse a la alianza absolutista del Trono y el Altar, a la rebelión de los dominios americanos, nada interesados en la ciudadanía común de «españoles de ambos hemisferios» (una gran idea demasiado tardía), a la reacción europea y su intromisión militar antiliberal de los Cien Mil Hijos de San Luis y, en definitiva, a las consecuencias de la escisión nacional en dos mitades enfrentadas y excluyentes, origen de la agotadora sucesión de guerras civiles, aventuras revolucionarias y pronunciamientos hasta 1876. Esta coalición iliberal tuvo más peso que el tradicional argumento del «atraso español», incongruente con el hecho de contribuir de modo fundamental a generar algo tan avanzado como el liberalismo.
Si el liberalismo no ha tenido suerte en España no es por el atraso, el fanatismo o cualquier desgracia parecida. El hecho es que el liberalismo es muy exigente; para desarrollarse requiere un sistema económico favorable (que naturalmente, es el capitalismo), progreso social con instituciones sociales sólidas (y especialmente la alfabetización mediante la educación obligatoria), una cultura política laica y tolerante suficientemente extendida, y élites decentes en vez de caciques y forajidos al asalto del Presupuesto. En España todo esto tardó mucho tiempo en coincidir, y todavía echamos de menos élites sin cacicatos ni endogamia forajida.
Morir de éxito o de oportunismo
Es más, allí donde el liberalismo consiguió un éxito suficiente, como en Gran Bretaña, acabó declinando como partido convencional de gobierno para transformarse en una corriente de pensamiento y en cierta ética política y cultural. Después de 1918 no hubo más gobiernos liberales británicos, mientras que en otros países los liberales clásicos solo llegaban a ser, como mucho, segunda fuerza. Y, además, cada vez más hibridados en coaliciones paradójicas: en las grandes potencias en forma de un «imperialismo liberal» nacionalista e incongruente, y aquí como el «liberalismo conservador» que puso de moda el turnismo de Cánovas y Canalejas durante la Restauración. Eso convirtió en republicana a la minoría liberal española contraria a la revolución y a la reacción, la de Ortega y Gasset, Clara Campoamor, Alcalá Zamora, el doctor Marañón o Chaves Nogales. Y volvieron a perder: para el franquismo los liberales eran masones repudiables a perseguir por su alianza con la izquierda revolucionaria, y para ésta meros compañeros de viaje en la marcha hacia la república popular. En resumidas cuentas, el liberalismo español ha sido, desde sus heroicos orígenes con Ibáñez de Rentería, Valentín de Foronda y Blanco White, el destino de los lúcidos y valientes condenados al fracaso y al exilio exterior o interior.
Muchos de nuestros presuntos liberales declarados son o partidarios de no pagar impuestos o conservadores que prefieren no parecerlo (y muchas veces son los mismos)
Esa especie de destino se habría repetido, a decir de algunos, con la historia de Ciudadanos, partido nacido constitucionalista en Cataluña y que en su expansión española como sustituto potencial de un PP lobotomizado, a lomos del crédito bancario asegurado y el aplauso mediático garantizado, optó por etiquetarse como liberal a falta de otra marca familiar disponible. Quizás sea esa la segunda maldición del liberalismo español: la caída en el oportunismo político, porque muchos de nuestros presuntos liberales declarados son o partidarios de no pagar impuestos o conservadores que prefieren no parecerlo (y muchas veces son los mismos).
El liberalismo tiene presente y futuro en España, pero no en forma de partido o embeleco fiscal o político, sino como lo que realmente es: el armazón intelectual de la democracia moderna, que no por casualidad se llama democracia liberal como único apellido legítimo. El verdadero éxito del liberalismo es que cualquier partido o asociación realmente democrática ha incorporado a su ADN principios, valores y metas liberales, a saber, la defensa del Estado de derecho y las sociedades abiertas, la asunción del pluralismo, la tolerancia y antidogmatismo, el laicismo ideológico y, sobre todo, el énfasis en la libertad personal y en la igualdad de derechos y oportunidades como claves de bóveda de cualquier genuina construcción democrática. Seamos liberales exigentes y desestimemos las imitaciones adulteradas.