Henry Kamen-El Mundo
El autor busca en la historia ejemplos de reyes y líderes políticos –Felipe V, Jorge III de Gran Bretaña o Kerensky– incapaces de asumir su pérdida del poder legítimo. Y compara su grandeza con la farsa de Puigdemont en Bruselas.
LA PROLONGADA AUSENCIA en Bruselas del ex presidente de la Generalitat de Cataluña ha provocado muchas especulaciones sobre el futuro, pero poco comentario sobre incidentes similares ocurridos en el pasado. Es un hecho muy frecuente en la historia que los líderes políticos desaparezcan en el exilio, perdiendo para siempre lo que más desean, el control del poder. Días, semanas, meses después, regresan e intentan reclamar lo que alguna vez poseyeron, pero para entonces ya es demasiado tarde, porque han perdido el apoyo de sus antiguos seguidores y terminan excluidos de la vida política.
Un presidente sin poder legítimo ya no es presidente, un rey sin poder efectivo ya no es rey. Sin embargo, reyes, presidentes y otros líderes se han aferrado implacablemente a la esperanza del poder, siempre con la afirmación de que todavía son el gobierno «legítimo».
Fue el problema que enfrentó al rey Felipe V de España durante sus días de desesperación, cuando huyó de un Madrid desagradable y decidió vivir durante cinco años en Andalucía. Los ministros del Gobierno y cortesanos que le acompañaron tuvieron que adaptarse a los desafortunados humores del rey. Cuando se hallaba inmerso en su caos mental, Felipe se volvía muy susceptible; no permitía que otros decidieran por él, y no toleraban que le contradijeran.
En Sevilla, vagaba por el Alcázar repitiendo con insistencia, a cualquiera que encontrase por casualidad en los pasillos, que «je suis le maître» («soy yo quien manda»). Pronunciando esta frase creía que la gente no haría cosas a espaldas suyas. La obsesión del rey de España, que he estudiado en mi biografía de Felipe V, estaba íntimamente relacionada con los problemas del poder del Gobierno, y finalmente tomó la forma de demencia.
Para alguien que alguna vez ha sido un líder, la posibilidad de perder poder es una privación terrible y puede tener consecuencias graves, incluida la demencia. Esto puede haber contribuido en parte a la condición mental del rey Jorge III de Gran Bretaña.
Hace tiempo, los médicos especialistas sugerían que el rey pudo haber padecido porfiria. Más recientemente, su investigación sugiere que el rey sufrió de «manía aguda», una condición hiperactiva excitable que podría parecerse a la fase maníaca de lo que ahora se conoce como trastorno bipolar. Usando un ordenador, los investigadores le enseñaron a identificar las características que diferencian a las personas que tienen trastornos mentales de las personas que no los tienen. Entre estas características se encontraban la forma en que las personas con un trastorno usaban las palabras. El ordenador luego buscó esas características en las cartas del rey, de diferentes períodos de su vida. Cuando comparaba los escritos de períodos en los que aparecía mentalmente sano, con aquellos de períodos en los que parecía estar enfermo, las diferencias eran sorprendentes. El trastorno bipolar fue exactamente la enfermedad que sufrió Felipe V, y quién sabe cuántos otros líderes se han visto afectados de manera similar.
Sin embargo, sigue existiendo para los líderes la necesidad de insistir en su legítimo derecho a gobernar, aun cuando todas las circunstancias muestren que ya no tienen el control de los acontecimientos. En las monarquías hereditarias, a veces ha sido posible evitar la solución extrema de la abdicación. Ni Felipe V ni Jorge III, ambos muy conscientes de su situación personal, tenían confianza en la capacidad de las personas seleccionadas para sustituirlos, y finalmente lograron permanecer en el poder. En sus casos, la monarquía logró sobrevivir, y los reyes también.
En la Europa continental a partir de la época de Napoleón, las cosas no fueron tan simples. En un país tras otro, las revoluciones tuvieron lugar, los reyes fueron depuestos, las repúblicas fueron declaradas. En las soleadas costas mediterráneas de Francia e Italia, era normal encontrar ex reyes que no tenían nada que hacer con su tiempo, sino tomar el sol y continuar insistiendo en su legítimo derecho a gobernar el país que los había rechazado. La revolución más sorprendente de todas, por supuesto, fue la que ocurrió en Rusia en 1917.
Sin embargo, ningún país fue tan cruel con sus líderes políticos como España. En el siglo XIX (Isabel II) y luego en el siglo XX (Alfonso XIII), los líderes españoles dieron el extraordinario paso de despedir a sus reyes y optaron por la forma más desastrosa de régimen político: una república.
En cada caso, las repúblicas españolas fueron una calamidad, pero la clase política se negó a reconocerlo, y continuó creyendo ingenuamente que la república era la mejor forma de régimen político. Los políticos también insistieron en que sólo ellos tenían el derecho legítimo de gobernar el país, y cuando las repúblicas finalmente fallaron y fueron abolidas huyeron al extranjero y establecieron «gobiernos en el exilio», una invención pintoresca que entretuvo a otros europeos y que no tuvo consecuencias beneficiosas de ningún tipo. La burguesía política en el exilio continuó engañándose a sí misma creyendo que ellos eran los líderes naturales del país.
El exilio, es más que evidente, no representa la legitimidad. En la historia ibérica tenemos el curioso caso en el siglo XVI del rey Sebastián de Portugal, que desapareció en el desierto pero que al parecer regresó varios años después, con la afirmación de que era el gobernante «legítimo» del país, cuyo rey ahora era de hecho Felipe II.
En realidad, el exilio político no es nada menos que una confirmación del fracaso, de la derrota y de la pérdida de legitimidad.De todos los ejemplos que uno podría elegir, veamos el caso de la revolución bolchevique de 1917. El Gobierno ruso fue reemplazado casi sin derramamiento de sangre por los bolcheviques y sus partidarios.
Fue entonces cuando su líder, Alexander Kerensky, huyó del país, reclamando todo el tiempo que representaba al gobierno legítimo. Tuve la experiencia única de coincidir un día con Kerensky, en Oxford. Estaba sentado en otra mesa de la universidad, cerca de mí, y no hubiera sabido quién era si no me lo hubieran dicho.
EN ESE MOMENTO, sentí un sentimiento extraño sobre la naturaleza del destino. Aquí había un hombre que podría haber cambiado el mundo, pero de hecho la posibilidad del cambio se le había pasado. Al dejar su país, había abandonado el destino de su tierra y de él mismo. Para mí, fue un encuentro histórico. Aunque a veces pueden ser víctimas, los exiliados no son héroes. Desde la era de Kerensky, muchos líderes políticos de diversa importancia han intentado adoptar el papel de mártires, pero con demasiada frecuencia son actores del juego obvio, ya no son respetados ni dignos. Trotsky declaró en un momento que Kerensky y sus colegas fueron condenados al «polvo de la historia». Eso no fue del todo cierto. Kerensky fracasó políticamente, pero a la larga sus principios prevalecieron, mientras que Trotsky, otro refugiado fracasado, estaba destinado a ser derrotado en todos los puntos de su increíble carrera.
Esa fue la era de los gigantes entre los exiliados. Desde la apariencia del mundo tal como es hoy, parece que ya no se pueden encontrar gigantes entre nosotros. En cambio, estamos entretenidos hoy en las calles de Bruselas por farsantes y comediantes.
Henry Kamen es historiador británico; su último libro es Los Reyes de España (La Esfera de los Libros).