- Trump, rodeado de amigos y privado por voluntad propia de profesionales, pareció no entender lo que en su día Churchill nos explicó a propósito de los errores de Chamberlain: que frente a una potencia dictatorial las concesiones son interpretadas como debilidad y alimentan las ambiciones más peligrosas
Un mundo nuevo surge de entre las ruinas del viejo orden liberal y, ahora más que en ningún otro momento, necesitamos dirigentes con la capacidad, oficio y buen hacer necesarios para sortear problemas y encauzar nuestras políticas en la dirección correcta, aquella que nos garantice bienestar y seguridad mientras tratamos de adaptarnos a un entorno cultural, económico, social y político considerablemente distinto al que hemos venido disfrutando.
Donald Trump se encuentra al frente de Estados Unidos, la gran potencia del bloque occidental, que durante décadas fue nuestro principal aliado. Apenas si lleva nueve meses en la Casa Blanca y ya ha dado muestras de una personalidad singular, que, en lo relativo a la política internacional y a la relación con los estados aliados y amigos, provoca más alarma que confianza.
Durante la campaña electoral afirmó estar en condiciones de resolver la guerra de Ucrania en pocas semanas. Tras su victoria adoptó medidas contundentes al respecto. Presumió de su buena relación con el presidente Putin, redujo la ayuda económica y militar a Ucrania y, por último, retiró capacidades militares de estados fronterizos con Rusia. Respondía así a las exigencias de Moscú, expresadas en la víspera de la invasión. Los dirigentes rusos dicen sentirse acosados por la Alianza Atlántica y exigen una retirada parcial, al tiempo que una limitada subordinación de sus vecinos a sus intereses. Trump planteó a Putin la división de Ucrania, en otro gesto de magnanimidad, y ¡Oh sorpresa! Fue rechazado. Trump, rodeado de amigos y privado por voluntad propia de profesionales, pareció no entender lo que en su día Churchill nos explicó a propósito de los errores de Chamberlain: que frente a una potencia dictatorial las concesiones son interpretadas como debilidad y acaban alimentando las ambiciones más peligrosas. Trump trataba de tender puentes con Putin, pero no hacía más que avivar el fuego de su deseo de recomponer las fronteras zaristas. Lo lógico, lo que cualquier profesional le hubiera indicado, era dejar claro al Gobierno ruso que no sería posible continuar avanzando, para lo cual habría que reforzar las capacidades militares y ayudar con decisión a Ucrania. Ahora Trump, molesto por lo desairado de su situación, nos anima a derribar aviones rusos, en un juego de inciertas consecuencias.
La reanudación de la campaña de Gaza tras el alto el fuego ha dado paso a un escenario incierto y alarmante. Escuchamos voces en la mayoría parlamentaria que sostiene al gobierno de Netanyahu demandando la anexión de Gaza y de Cisjordania; sabemos de acciones encaminadas a trasladar población a otros países en un irresponsable ejercicio de limpieza étnica; y, en un extraordinario acto de frivolidad, tenemos al propio presidente Trump hablando de convertir la Franja en un resort en el que sus empresas estarían presentes. Pensar que semejante disparate pudiera realizarse es prueba de la combinación de radicalismo e ingenuidad. De nuevo, cualquier profesional habría explicado al presidente que los Acuerdos Abraham son la base de la estabilidad regional, que Estados Unidos necesita entenderse, por muchas razones, con los estados árabes y que es con ellos con los que hay que llegar a una fórmula para gestionar la cuestión palestina. Son los que más temen al islamismo, los que están más hartos de los dirigentes palestinos, los que más necesitan un Israel fuerte y nadie como ellos para buscar fórmulas realistas de actuación. Finalmente, Trump parece haberlo entendido, aceptando en lo fundamental el plan en el que Tony Blair ha venido trabajando, junto a israelíes y árabes, para hallar una vía con la que detener las hostilidades y plantear una fórmula de gestión del territorio. Desde Washington se podía haber evitado la reanudación de las hostilidades, pero se optó por dar alas a un Netanyahu que ahora se encuentra atrapado en una situación de difícil salida.
Dejando a un lado la evolución diplomática y militar de ambos conflictos, quisiera subrayar el problema que supone para todos nosotros la presencia de psicologías narcisistas al frente de potencias medias y grandes. Ciertamente Donald Trump no es el único que padece esta dolencia. La confianza en uno mismo de espaldas al análisis profesional sólo nos puede traer desastres. En estos tiempos es comprensible que los ciudadanos desconfíen de unas elites que no son capaces de resolver sus problemas, pero la alternativa populista, la entrega a caudillos narcisistas, acabará teniendo un coste inasumible.