ÍÑIGO ALLI-El Mundo

El autor critica que la vida pública esté dominada por el sectarismo. Lamenta que los partidos hayan dejado des ser espacios deliberativos de razonamiento y les anima a volver a abrirse a los mejores.

EL LIDERAZGO político del futuro será integrador, o no será. Intentaré explicar esta tesis desde el contexto de los tiempos que nos ha tocado vivir.

Si te odio, tus hechos son falsos era el título de un artículo reciente de The Economist sobre el viraje de las sociedades hacia las emociones frente a la razón a la hora de tomar decisiones, llegando incluso a negar hechos irrefutables por un interés basado en los afectos. Es como si hubiésemos sustituido las emociones por la información. O, como sostiene en su libro, La democracia sentimental, una de las mentes jóvenes más brillantes en España, Manuel Arias Maldonado, desdeñamos el razonamiento por nuestros sentimientos.

Jamás hubiésemos pensado que las emociones jugaran un papel de tan extraordinaria relevancia en la gestación de los juicios sociales, económicos o políticos. Parece que la narración ha ganado la partida a la razón. Sólo desde esta hipótesis podríamos explicar las burbujas financieras o fenómenos sociopolíticos como el Brexit o la victoria de Donald Trump en Estados Unidos.

Es como si las sociedades más desarrolladas hubiesen abandonado la motivación que precisamente las hizo progresar en el pasado: tener fe en el futuro. Porque el futuro ya no es sinónimo de esperanza. Preferimos el pasado porque nos da más certezas, porque en el mañana existen más preguntas que respuestas y porque el pasado es sólido. Y el futuro es líquido, como anticipaba el sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman.

Por tanto, si hemos sufrido una crisis como jamás habíamos imaginado, si seguimos viviendo en cada instante el miedo por las incertidumbres, si han revertido las desigualdades antes supuesta y ficticiamente superadas, y si desde el extremismo terrorista internacional acechan riesgos contra las raíces de nuestros valores, podríamos pensar que estamos cavando la fosa común del cuerpo social soñado que fue Europa. No quiero un espacio colectivo peor para nuestros hijos porque gran parte de la culpa del oscuro sentimiento tribal es nuestra: de la propia sociedad civil, de la ciudadanía. Y, explícita y definitivamente, de los partidos políticos. De nosotros, los políticos.

¿Qué guía hoy a los líderes políticos?, ¿la verdad?, ¿la ética?, ¿el bien común? o ¿sus ambiciones y sus frustraciones? ¿Cuál es el rigor intelectual de los más cercanos a los líderes? ¿Cuáles son las verdaderas motivaciones de los políticos de mayor confianza del líder, contribuir a la toma de las mejores decisiones o su necesidad de perpetuarse en los sillones de poder como única salida profesional propia?

Pudiera ser que los partidos hayan dejado de ser espacios deliberativos de razonamiento para convertirse en lugares comunes de argumentarios en forma de decálogo que contenten y no haga pensar a sus militancias, unos afiliados cada vez menos implicados porque nunca sintieron como ahora la falta de liderazgo integrador. Los militantes son hoy los héroes anónimos trapecistas sobre la delgada cuerda entre la desafección social hacia los políticos profesionales y el mensaje a golpe de WhatsApp del Aparato del partido.

Pareciera como si los líderes buscaran exclusivamente la influencia para ser recordados y no para contribuir con valor en favor de las sociedades. Hoy es más necesario que nunca un mayor grado de compromiso con el rigor, el análisis y la empatía para dirigir la comunicación de las fuerzas políticas. Definitivamente, los líderes deben acercarse al talento, a la innovación, a crear nuevos equipos, a atraer paracaidistas con trayectorias profesionales contrastadas que puedan convivir con la experiencia de los que pegaron carteles electorales con pantalones cortos y sienten que su vida es, exclusivamente, vivir en, con y del partido. La regeneración es una necesidad.

Los partidos políticos deberían estar acampados en las puertas de las escuelas de negocio para captar a los que sobresalen en liderazgo y en ética. En las escuelas de Formación Profesional y en las universidades para atraer a sus talentos. Deberían encumbrar a los que mayores méritos y capacidades atesoren, abandonando la indigna rutina de promover a los más palmeros. Los que jamás reconocerán al rey desnudo ante él. Los profesionales de repeler cualquier atisbo de transformación. Los que defienden que «jamás se echó a nadie de la política por no hacer nada» o que hacen todo lo posible para que continúe todo igual. Hace falta más refinamiento intelectual, menos egos inflados. Más especialización, menos generalistas beligerantes. Más ideas, menos decálogos en negrita. Más crítica, menos ombliguismo. Más actitud por entender la diferencia, menos espejos mágicos.

En esencia, no estamos a la altura de las soluciones que requieren los nuevos tiempos y las nuevas sociedades. Porque en algún momento abandonamos la gran política, el debate de las ideas desde la palabra, sustituida por la enarbolación de las banderas partidistas y la reiteración de latiguillos inertes y huecos. Ese ejercicio cínico de las fuerzas políticas ha provocado la desafección de una ciudadanía cada vez más pagana de la creencia en líderes carismáticos, el fraude consentido hacia el colectivo social desde las instituciones y la ficticia polarización de las corrientes ideológicas durante las últimas décadas.

Pero aún pudiera ser más severa la situación de lo que aparenta: los partidos políticos han avivado los prejuicios, la duda hacia el diferente o el otro, construyendo narraciones muchas veces enraizadas en falsedades, remitiendo al pasado porque cualquier tiempo pasado fue mejor, manipulando los sentimientos y enfrentándolos hasta construir torres de babel afectivas contra la razón en la búsqueda de sociedades de bienestar desde la diversidad. Y toda esa metodología se hizo –se hace– desde la consciencia y el cortoplacismo. El progreso grupal choca de frente contra el ego de los partidos que fomentan la visión romántica del pasado contra el adversario y la falla geográfica de la diferencia. Algunos incluso agitan el odio.

EN EUROPA, la delgada línea entre la izquierda y la derecha ideológica quedó borrada tras la II Guerra Mundial. Las fuerzas políticas siguen apelando a la confrontación entre ambas, y se mantiene el debate del reforzamiento del Estado frente al individuo. Pero la realidad, como defiende Paul Thibaud, es que en el auténtico sustrato de las democracias del siglo XX y el XXI se erige la figura única de los «socioliberalistas».

En ese sentido, el propio Fernando Savater asegura que «la riqueza es social. Los grandes talentos no se desarrollaron sin el apoyo de su tribu contemporánea. La riqueza implica responsabilidad social retornada. Mientras que la individualidad debe ser fomentada, la originalidad respetada y la libertad protegida». En ese espacio ideológico se refleja y se siente cómoda una amplia mayoría, descontando a los parásitos de los partidos. Sean de izquierdas o de derechas.

Mientras los líderes políticos recurran a los afectos demagógicos, al pasado, al individualismo, al proteccionismo, al rencor y al contraste se seguirá fomentando la hostilidad entre iguales. En ese escenario, ya conocemos las consecuencias: la decadencia.

Sin embargo, el líder del futuro deberá construir desde la lógica emocionante la capacidad de potenciar las individualidades para una ética compartida y solidaria, el Estado de Bienestar desde el esfuerzo y las obligaciones colectivas y la esperanza en el futuro. El líder del futuro deberá ser integrador, o no será. Allí donde se encuentren surgirán sociedades en convivencia.

El líder del futuro deberá ser capaz de infundir claridad, de canalizar la innovación, de visualizar un futuro más corresponsable y sostenible, que responda a la transformación de las sociedades, que sea constructivo, que movilice por motores trascendentales y que construya puentes y alianzas. Al líder debe acompañarle la valentía de defender ante la sociedad la diferencia entre necesidad y deseo.

Mientras tanto, desde la moderación –que no está reñida con la defensa de los arraigos –se erigen naciones en coexistencia.

Íñigo Alli es diputado de UPN por Navarra.