IGNACIO CAMACHO-ABC

 

Ningún Estado puede permitir que en una parte de su territorio se normalice el statu quo de una legalidad en suspenso

QUIZÁ ni el mismo Mariano Rajoy, tan proclive a la ambigüedad, hubiese alcanzado jamás un grado de indeterminación tan superlativo. La insólita declaración de independencia retráctil de Puigdemont ha sumido a Cataluña en un limbo político. Jurídico no, porque a todos los efectos sigue rigiendo la ley española, aunque la pereza del Gobierno para hacerla valer equivale a una abdicación por plazo indefinido. Pero la autonomía, en tanto régimen administrativo, está de hecho suspendida por sus propios rectores, hasta un punto en que resulta milagroso que se mantengan en funcionamiento los servicios. Y como los milagros no existen habrá que colegir que es el Estado el que los conserva abiertos con sus inyecciones de dinero líquido.

Lo llamativo del caso es que esta situación de estancamiento, o más bien de evaporación, parece haber abierto una descongestión provisional del conflicto. La aceleración de los acontecimientos en octubre, una verdadera dinámica revolucionaria, había empezado a generar un estrés insostenible que ha encontrado en la pausa una suerte de alivio. Los separatistas necesitaban aflojar la tensión que se estaban provocando a sí mismos y el Gabinete se sentía agobiado ante la perspectiva de aplicar por las bravas el artículo 155. Ambas partes se sienten cómodas con este falso armisticio improvisado en medio de una escalada de crispación sin respiro. Conviene, empero, no llamarse a engaño: se trata de un simple espejismo.

Y no se puede sostener mucho tiempo. El independentismo no va a rendirse aunque haya dado una muestra de debilidad al pisar el freno. Ya no hay en el bloque soberanista madurez ni moderación suficientes para encerrar a los demonios que ha soltado; al dar poder a la calle, sus líderes se han convertido en rehenes de su propio proceso. Y el Gobierno tampoco está en condiciones de demorar su respuesta, máxime después de que el Rey se involucrase de lleno. Acaso el presidente, experto en dilaciones, no vea con malos ojos este plazo muerto, pero ningún Estado puede permitir que en una parte de su territorio se normalice el statu quo de una legalidad en suspenso.

A partir del lunes empezará a disiparse este ficticio sosiego. Puede hacerlo la Audiencia si decide mandar a la cárcel a los Jordis –los líderes de las plataformas secesionistas– y al célebre mayor Trapero. Pero tanto si continúan en libertad como si no, ese día expira el primer ultimátum del Gobierno. Por poco que le guste la idea, ante una respuesta displicente, negativa o insolente, el marianismo tendrá que activar los poderes de excepción constitucionales sin más remedio. Si no lo hace deberá asumir el riesgo de que la España de las banderas, la que ha movilizado una inédita oleada de patriotismo, entienda que le toman el pelo. De un modo u otro se tiene que romper esta paz virtual; ni siquiera para la doctrina católica existen ya limbos eternos.