IGNACIO CAMACHO-ABC
La extraña impunidad de Josu Ternera sugiere demasiadas suspicacias sobre los entresijos del final de ETA
LA prueba más fehaciente del verdadero tono moral de la disolución de ETA es que el comunicado en vídeo lo han leído Marixol Anboto y Josu Ternera. Al menos la primera está presa pero el segundo sigue huido y con una grave acusación –la responsabilidad por la matanza del cuartel de Zaragoza– de once muertes a cuestas. Claro que una rendición la han de anunciar los jefes que tienen autoridad para imponerla, pero el modo en que Ternera lleva moviéndose por Europa una década y media sugiere una impunidad consentida o controlada que se parece mucho a una estrategia. Ha sido el único dirigente que se salvó de las sucesivas redadas con que el Estado le apretó a la banda las últimas tuercas, y en los círculos de la inteligencia antiterrorista se le consideró siempre el hombre capaz de dar la orden postrera de bajar la persiana, apagar la luz y cerrar la puerta.
La necesidad de la memoria de la resistencia, del relato veraz que mantenga viva la lucha contra el olvido, no es un mantra político que pueda perder fuerza a base de repeticiones, sino una premisa esencial del posterrorismo. Pero los primeros obligados a recordar son los agentes institucionales y políticos, que tienen la obligación de hacer cumplir las leyes sin excepciones, ni vista gorda, ni resquicios. Por mucho que ETA se haya disuelto, le quedan cuentas que rendir y hay muchos crímenes por aclarar, estén o no prescritos. De la actitud del Estado ante la nueva situación, de su diligencia para exigir los términos de la justicia y de la reparación hasta el último requisito, depende que este desenlace sea una victoria o un armisticio. A la sociedad le corresponde sostener la dignidad de las víctimas como homenaje a su sacrificio, pero son las instituciones y los partidos quienes tienen el imperativo de disipar cualquier suspicacia, por remota que sea, de acuerdo o compromiso.
De momento, los requerimientos primordiales no se han cumplido. No ya por la vergonzosa, humillante petición de perdón selectivo, sino porque en el epitafio de la banda no hay un ápice de arrepentimiento, ni de autocrítica, ni de contrición, ni de fracaso de sus objetivos. Antes al contrario, pretende justificar su infame pasado por escrito, se declara orgullosa de su trayectoria –criminal, aunque no esté dicho–, se permite formular reproches a quienes la han combatido y señala la continuación de su proyecto «por otro camino». Que es hasta cierto punto lógico que se exprese así, de acuerdo, pero el diablo está en los detalles y en los signos y no se puede abrir una sola rendija, ni de crédito ni de respeto ni de simple negligencia, a un grupo de asesinos.
Para creer en un final sin recelos hay que empezar por una demostración de firmeza. La retórica no basta para cerrar grietas. Sobre todo, si es el tal Josu Urruticoextea el locutor de una renuncia con tantos cabos sueltos y tantas condiciones insatisfechas.