Vicente Vallés-El Confidencial
- Esta semana, el presidente ha realizado, con éxito, ese ejercicio de discusión y consenso en el seno de la UE. Buen trabajo. Seguro que en España sabría hacer lo mismo
Son bien conocidos, y muy comentados, los efusivos saludos con los que se agasajan mutuamente Pedro Sánchez y el presidente francés Emmanuel Macron. Se entienden bien, son de una misma generación y, sobre todo, ambos comparten una tentación similar: el bonapartismo.
Macron puede ejercerlo con propiedad. Primero, porque es francés y en su país hay tradición. Segundo, porque el sistema político de Francia se creó en torno a la figura del ‘président de la République’, votado directamente por los ciudadanos —no elegido indirectamente por los diputados del parlamento, como ocurre en otras repúblicas europeas—, y con casi la totalidad de los poderes ejecutivos en su mano.
Los diputados que le faltan para sumar los 176 que le aseguraron la investidura están en estos días más irritados que los de la oposición
Sánchez no puede competir con eso, y ya le gustaría: ni ha sido elegido directamente por los ciudadanos —sino a través del voto delegado de los representantes en el Congreso, y mediante una incomodísima suma de partidos—, ni es el presidente de la república, porque tal cosa no existe. Todavía. Pero el presidente del Gobierno español ha encontrado una vía para satisfacer sus aspiraciones, consistente en comportarse como su amigo Macron: macronismo a la española, o sucedáneo ibérico del bonapartismo galo.
El Gobierno de España está legitimado para dirigir «la política interior y exterior», como establece el artículo 97 de la Constitución. Sánchez lo aplica hasta sus últimas consecuencias y, por tanto, pretende orillar que los insuficientes 120 escaños de los que dispone su partido en el Congreso le atribuyen una legitimidad limitada, dada la proporción que esos escaños suponen con respecto a los 350 que componen la Cámara. Porque los diputados que le faltan para sumar los 176 que le aseguraron la investidura están en estos días más irritados que los de la oposición.
Por ejemplo, el muy meritorio pero poco representativo, Íñigo Errejón, lleva semanas advirtiendo de que «al Gobierno se le puede ir la legislatura de las manos», si insiste en no valorar a quienes le dan sustento parlamentario. Y Gabriel Rufián, en su pretendido proceso hacia una inviable metamorfosis en hombre de Estado, considera ahora que «la izquierda habla de temas que no le interesan a nadie», y anima a sus primos hermanos de Podemos a reflexionar sobre «cómo pueden ser más útiles: si fuera o dentro del Gobierno».
Vano intento, porque esa reflexión ha sido resuelta en el populismo español de extrema izquierda con el empeño de mantener el despacho ministerial hasta el final, «me cueste lo que me cueste», como dijo Zapatero en el Congreso el día en el que capituló ante Bruselas en plena crisis financiera, y asumió la lista de recortes más duros de nuestra historia reciente. Podemos ha alcanzado una virtuosa elasticidad política que le permite digerirlo todo con estómago de hierro. De no estar en el poder, llevaría meses convocando a sus bases a manifestaciones masivas contra las medidas que adopta el Gobierno del que forma parte.
Así es la vida. Y así es la política, aunque algunos quieran disfrutar con el oropel del cargo, sin asumir las consecuencias de ese cargo
Podemos pretende desconocer que el Consejo de Ministros es un órgano colegiado. Si el Gobierno consiente con su silencio que el rey emérito se vaya a Abu Dabi, esa decisión vincula a todos y cada uno de sus ministros, también a los de Podemos. Si el Gobierno envía armas a Ucrania, esa medida es de todos los ministros, incluidos los de Podemos. Si el Gobierno amplía el presupuesto en Defensa, esa normativa se adopta también por los ministros de Podemos. Y si el pueblo saharaui se considera traicionado por el Gobierno de España, se sentirá traicionado también por los ministros de Podemos. Así es la vida. Y así es la política, aunque algunos quieran disfrutar con el oropel del cargo, sin asumir las consecuencias del ejercicio de ese cargo.
Se podría considerar que Pedro Sánchez ningunea a sus ministros de Podemos, pero el verbo ningunear no abarca la realidad de los hechos en toda su amplitud política y hasta personal. Si los ninguneara, aún tendría en cuenta alguno de sus criterios. Sánchez los ignora. Los ministros de Podemos —igual que sus otros socios parlamentarios— están, pero no son.
En España, todos los presidentes han sufrido la misma atracción fatal por el poder unipersonal
En España, todos los presidentes han sufrido la misma atracción fatal por el poder unipersonal. Sánchez no es el primero. Pero en un régimen parlamentario, asuntos de Estado, como el envío de armas a un país en guerra, o el aumento del presupuesto en Defensa, o un cambio drástico en política exterior sobre un conflicto tan delicado para España como el del Sáhara Occidental, deberían haber sido, como poco, comunicadas —si no consultadas e incluso acordadas— con los socios parlamentarios y con la oposición. Eso es lo que se conoce con el nombre de democracia.
Esta semana, el presidente ha realizado, con éxito, ese ejercicio de discusión y consenso en el seno de la Unión Europea, para conseguir un acuerdo sobre medidas que permitirán abaratar el precio de la energía. Buen trabajo. Seguro que en España sabría hacer lo mismo.