Cristian Campos-El Español

 

 Marcha el sanchismo sobre los cadáveres de sus enemigos a tal velocidad que corre el riesgo de dejar a su espalda enormes bolsas de resistencia. Bolsas que, con el tiempo, acabarán mutando en vanguardia de una Tercera Transición que convierta la Segunda, en la que estamos inmersos, en un mal viaje de peyote político populista. 

[Llama la atención que ante la promesa de una Segunda Transición por parte de partidos arrimaos a dictaduras como la venezolana o que apodan a alguno de los suyos «el Lenin español», y no precisamente en tono avergonzado, nadie se pregunte hasta dónde nos pretenden transicionar con esa Segunda Transición y si vale la pena el viaje]. 

Entre esas bolsas de resistencia están los catalanes no nacionalistas, por ejemplo. Los monárquicos, también. Y los conservadores, por supuesto. Además de los verdaderos liberales españoles. Los doce. E incluso esos optimistas incorregibles que todavía creen en el Estado de derecho y la separación de poderes.

Por no hablar de los madrileños que, como Angela Merkel, líder de la rama germana del ayusismo, opinan que la lucha contra la epidemia debe evitar medidas drásticas que hundan la economía. La española, que a día de hoy se sostiene por la tensión que imprime la capital y a pesar del furor extractivo de Cataluña y el País Vasco. 

Resulta imposible no sonreír, incluso en el contexto de la tragedia coronavírica, cuando se ve al Gobierno líder mundial en muertes, infecciones y ruina económica dar lecciones al prójimo, es decir a Isabel Díaz Ayuso, de cómo se controla una epidemia de manera fetén. Es como ver, no sé, al socialismo diseñando políticas de empleo. 

Porque si existe un solo gobierno en este planeta al que ningún otro gobierno tomaría en serio en sus recomendaciones es ese que dijo seguir «los criterios técnicos y científicos» de un comité de expertos que luego se demostró inexistente. 

Que se fue de vacaciones en pleno rebrote de Covid-19 al grito de «hemos derrotado al virus; salid y divertios, españoles».

Y que convirtió España en el país con las medidas restrictivas más duras y los peores resultados sanitarios –un hito del dadaísmo– para luego endosarle la responsabilidad de la gestión de los rebrotes a las comunidades. Y especialmente a la Comunidad de Madrid. Esa donde el PSOE, casualidad, lleva sin gobernar 25 años. 

Permítanme una tesis rupturista. El signo político de las comunidades autonómicas españolas no ha tenido mayor influencia en el desarrollo de la epidemia. Porque la gestión de los distintos presidentes regionales no se ha diferenciado más que en detalles colaterales. Quien sostenga lo contrario falta a la verdad y debería dar pruebas extraordinarias de tan extraordinarias afirmaciones. 

Entiendo que una afirmación tan rotunda, que niega la tesis de que los presidentes regionales del PP o del PSOE deseen exterminar de forma consciente a sus ciudadanos, es difícil de comprender en el actual contexto de guerra tibia en España. 

Pero es irrefutable. Como es irrefutable que la gestión de la epidemia es obra, en muy buena medida, del Gobierno central. No de las comunidades. ¡Qué más habrían querido muchas de ellas!

Y eso sabiendo que Navarra, Aragón y Castilla-La Mancha, gobernadas por el PSOE, y País Vasco y Cataluña, gobernadas por los nacionalistas, han exhibido cifras preocupantes a lo largo de las últimas semanas. En determinados parámetros, mucho peores que las de Madrid. En Aragón, por ejemplo, un 90% de las muertes se han producido en residencias de ancianos. ¿Se imagina alguien ese dato en Madrid?

No hace falta tampoco un master para intuir que el hecho de que la densidad de la población en la Comunidad de Madrid, 833 habitantes por km2, sea más del doble que el de la segunda comunidad del ranking, el País Vasco, con 302 habitantes por km2, y 32 veces superior a la de las menos pobladas, las dos Castillas, con 26 habitantes por km2, parece haber influido más en la expansión de la epidemia que la supuesta incompetencia del gobierno regional. 

Gobierno que, por otro lado, ni pinchó ni cortó durante ese estado de alarma de la primera ola que sentó las bases para el estado actual de la epidemia en España. ¿Una suposición? Si el aeropuerto de Barajas hubiera dependido de la Comunidad, y no del Gobierno, hoy las cifras de Madrid serían otras. 

Dicho de otra manera. El Madrid de octubre es consecuencia de las decisiones de la Moncloa de marzo.

De unas medidas que fueron decididas en exclusiva, y con un retraso de dos semanas, por ese Gobierno de PSOE y Podemos que se atribuyó el mando único y decretó un estado de alarma que era imprescindible entonces y, por lo visto, innecesario hoy.

Un Gobierno más interesado por aquel entonces en la celebración de las manifestaciones del 8M que en el control de una epidemia que sus sayones de los medios calificaban de «poco más que una gripe».

¿O es que no recordamos ya a algunos de esos sayones con puesto fijo en las tertulias de televisión bramando que las mascarillas eran «un perfecto detector de gilipollas»? Lo decían mientras el Gobierno era estafado en el mercado chino y en España las mascarillas cotizaban por encima de las acciones de Amazon.

En cuanto el Gobierno consiguió la hazaña de dejar de ser estafado, las mascarillas dejaron de ser cosa de gilipollas para pasar a ser IM-PRES-CIN-DI-BLES. Cuestión de vida o muerte. Ahora hemos sabido que muchas de las mascarillas que hemos utilizado durante seis meses eran «difícilmente homologables». Pero, ¿alguien le pide cuentas a los responsables de esa homologación? 

Ambas convicciones, la de que las mascarillas no servían para nada y la de que las mascarillas lo eran todo, se basaban en las recomendaciones del comité de expertos ectoplásmico. Esas que suelen fluctuar para coincidir, con precisión cuántica, con las necesidades propagandísticas del Gobierno español en un momento dado. 

Hoy, los detectores de gilipollas, esos Buffy Cazafascistas como los llama Jorge Bustos, exigen antorcha en mano el cierre total de Madrid, el 155 y el procesamiento de Isabel Díaz Ayuso. También a partir de las recomendaciones del mismo comité de expertos.

Ese comité que ha decidido que la frontera entre lo tolerable y lo intolerable está en los 500 casos por 100.000 habitantes.

En Alemania, esa frontera es de 50 casos por 100.000 habitantes. Un baremo que en España conduciría al confinamiento de todo el país. Pero aquí de lo que se trata es de incinerar al chivo expiatorio en la plaza mayor, no de frenar la epidemia, y por eso se establecen criterios sicalípticos que sólo cumple Madrid y aquí paz y después gloria. 

Sigue preocupándoles tanto el Covid-19 como les preocupaba el 8 de marzo.