- Los males de España, muchos y profundos, se asientan en el sistemático proceso de expulsión de la política de los más capaces
No sé cómo juzgará la historia a Angela Merkel cuando llegue la hora de hacer el balance definitivo de su gestión. Hoy, muy cerca ya de su jubilación política, la canciller alemana sigue demostrando casi a diario que es una rara avis en un mundo cuajado de advenedizos que no ven más allá de la última encuesta que les sirven con el desayuno sus asesores. A las cumbres del G-20 en Roma y a la del clima en Glasgow, Merkel acudió acompañada del que será con toda probabilidad su sucesor, el socialdemócrata, y por lo tanto adversario ideológico, Olaf Scholz. La noticia ha sido tratada con la naturalidad que suele acompañar a las prácticas muy consolidadas por la prensa germana. Aquí, sin embargo, ha pasado casi desapercibida. Quizá tras aplicar el criterio de que lo que es imposible no puede ser noticia; o sea, por economía de esfuerzos. Quizá, porque el relato con el que hemos terminado tragando en España es el de la legítima prevalencia de la confrontación ideológica frente a la utilidad del acuerdo.
La gran diferencia entre Alemania y España no es la productividad, ni la deuda, ni el déficit, ni el paro, todas ellas variables en las que los teutones podrían darnos algún que otro consejo. No, la gran diferencia entre Alemania y España es el compromiso de país de sus dirigentes, el predominio del interés común, la superioridad cívica del pacto entre diferentes, la altura de miras de los Brandt, Scheel, Schmidt, Kohl… Merkel. La gran ventaja de Alemania y otros países europeos respecto a España, es la derivada de haber protegido el consenso como herramienta de superación de los problemas; aún más en momentos críticos como el actual. Mientras en el sur el enfrentamiento a cara de perro ha sido durante las últimas décadas la práctica política predominante, los vecinos del centro y norte de Europa han gestionado la discordia con mucha más sensatez e inteligencia, estableciendo el pragmatismo como uno de los ejes principales de la gestión pública.
La gran ventaja de Alemania y otros países es la derivada de haber protegido el consenso como herramienta de superación de los problemas; aún más en momentos críticos como el actual
David Trueba escribía hace unos días un interesante artículo en El País en el que entre otras cosas decía esto: “En España se suele decir que los niños vienen al mundo con una reforma laboral bajo el brazo. Por desgracia, esto oscurece la verdad. La sombra sobre ese niño español que aterriza por aquí es la sensación real de que se enfrentará a un mercado de trabajo precario, mal regulado y dominado por sectores de enorme provisionalidad”. Tiene razón Trueba, pero sus argumentos se quedan a mitad de camino, en las consecuencias, sin rozar a las causas. Y es que las sombras a las que se refiere Trueba no solo oscurecen el futuro del trabajador; también el del empleador, y del conjunto del país.
El mercado de trabajo es precario porque precaria es nuestra estructura económica; está mal regulado porque en España subsisten tics regulatorios y monopolios de facto más dignos de las autocracias que de sociedades avanzadas. Está dominado por sectores de enorme provisionalidad porque llevamos décadas instalados en la provisionalidad, con más de 50 reformas laborales lastrando nuestro crecimiento y no sé cuántos modelos educativos diseñados bajo la premisa de desmontar el anterior; modelos con marcado acento ideológico cuya gran aportación al progreso del país ha consistido en formar a legiones de estudiantes en materias sin futuro y sin apenas conexión con las necesidades reales del mercado laboral.
Mequetrefes intelectuales
Los males de España, muchos y profundos, el nuevo paso atrás al que parece estamos irreversiblemente condenados, a despecho del optimismo oficial, se asientan en el sistemático proceso de expulsión de la política de los más sensatos, de los que han demostrado mayor capacidad, de los dispuestos a sacrificar sus ambiciones para así servir mejor a su país; encuentran sentido en lo que algún trabajo reciente ha calificado como “la perniciosa tendencia” a que los partidos colonicen el Gobierno y el Gobierno, a renglón seguido, colonice el Estado; tienen explicación racional en la inhabilitación sistemática del acuerdo como “bien democrático” y útil instrumento para compartir “ambiciosos objetivos”.
Los grandes males de la España de hoy tienen su origen en la promoción de mequetrefes intelectuales que proceden y han hecho su carrera en las estructuras de los diferentes partidos y que dedican sus mejores esfuerzos a impedir que alguien más capaz y brillante les deje sin puesto y sin salario. Gentes huecas que disparan a discreción consignas huecas contra aquellos que se atreven a desmentir, con datos incontestables, sus eslóganes huecos. Tipos que subidos en un pedestal de supina ignorancia se atreven a rebatir con su habitual batería de insultos las recomendaciones del gobernador del Banco de España; o llaman ingrato a Cándido Méndez cuando el exsecretario general de UGT apela a la necesidad de ser más eficaces a la hora de gestionar los fondos europeos o recuerda que en el plan de reformas enviado a Europa no aparece la palabra “derogación”.
Hay una comprensible desconfianza en quien concede más importancia a sostener una coalición táctica que a consolidar y presentar en Europa un proyecto homogéneo de país
Merkel se llevó a su adversario político a Roma y a Glasgow. Mario Draghi ha conseguido incorporar a su plan de recuperación a casi todo el arco parlamentario de su país. El resultado inmediato del consenso logrado por el primer ministro italiano es una economía que, diez años después, vuelve a crecer más que la española, atrae inversiones y crece, según la agencia de calificación Fitch, con “una fuerza sorprendente”. Entretanto, Pedro Sánchez concedía una entrevista a La Repubblica para decir que “España e Italia pueden ser los motores de la recuperación europea”. Y lo peor no es que tal afirmación hoy esté lejos de ser verdad; lo peor es que nadie le ha creído. Lo peor es que casi nadie parece dispuesto a confiar en esta España a garrotazos, en este país que concede más importancia a sostener una coalición táctica -y en la que crece por días la desconfianza- que a consolidar y presentar en Europa un proyecto homogéneo de país.
La postdata: el segundo error político de Almeida
Tenía que pasar y ha pasado. Cuando José Luis Martínez-Almeida aceptó el puesto de portavoz del PP nacional, compatibilizándolo con el de primer regidor de Madrid, algunos opinamos que se equivocaba al situarse antes de tiempo en una posición de riesgo que podía truncar una prometedora carrera política. Lo que nadie imaginaba es que tiempo después el edil madrileño iba a prestarse como ariete para debilitar la posición de una crecida Isabel Díaz Ayuso, una torpe maniobra que de no corregirse a tiempo puede echar por tierra las futuras aspiraciones electorales del propio Pablo Casado.
En el origen de los tiempos, Almeida pesaba más que Ayuso. Hoy, es indiscutible que es Ayuso la que pesa más que Almeida. No aceptar esa nueva realidad, y asumir el papel asignado por Génova para debilitar a la presidenta de la Comunidad, puede convertir aquella decisión equivocada en el mayor error de su vida. Eso sin contar con otra derivada que en cualquier momento puede pasarle factura: la escasa atención que Almeida presta a problemas que están derivando en serios enfrentamientos entre vecinos e inquilinos ocasionales en muchos distritos. Me refiero al de los pisos turísticos ilegales, que incumplen abiertamente la normativa y cuya proliferación está provocando un serio deterioro de la convivencia en muchas comunidades sin que el ayuntamiento de Madrid cartas en el asunto (seguiremos de cerca este asunto).