- El estado permanente de campaña aniquila los espacios de consenso —del terrorismo a la economía— y señala la polarización de Sánchez, aunque cooperan las fuerzas opositoras
Escribía hace unos días Ignacio Varela, con razón, que la crispación de la política española no se concede siquiera una tregua en el cráter del terrorismo. Lo hemos conocido —padecido— en España, en su vertiente cavernícola (ETA) y en su brutal dimensión yihadista, pero el crimen de Algeciras ha radicalizado tanto las posiciones políticas que ni siquiera existe consenso respecto a la nomenclatura ni a la categoría del suceso.
La extrema derecha de Vox y la negligencia verbal de Feijóo— «hace muchos siglos que un cristiano…»— redundan en el mensaje de la guerra santa, mientras que a la extrema izquierda y sus costaleros mediáticos les parece que la muerte del sacristán ha sido un accidente de tráfico. La xenofobia del otro bando predispone una versión indulgente del asesinato. Y convierte a Yaseen en un enfermo mental, en una víctima de la sociedad.
«La xenofobia del otro bando predispone una versión indulgente del asesinato. Y convierte a Yaseen en un enfermo mental»
El mal de la política española consiste en el electoralismo. Y en la intoxicación que se deriva de un estado permanente de campaña electoral. Las legislaturas se amontonan sin espacios de remanso. Y la saturación de comicios nacionales, autonómicos y municipales exagera o enfatiza la discordia y la polarización, más todavía cuando Pedro Sánchez es el primero que subordina las obligaciones del presidente del Gobierno a los intereses de secretario general del PSOE. Por eso se permite discriminar a quienes no le votan —la España excluyente— y hace inventario de las categorías hostiles, empezando por los banqueros, los magnates de la alimentación, los medios informativos discrepantes, los líderes opositores y los compatriotas que recelan del sanchismo, con excepción de los jubilados y los funcionarios.
Sánchez jerarquiza la desgracia del electoralismo, pero las responsabilidades del jefe del Ejecutivo no alcanzan a encubrir la negligencia ni el oportunismo en que incurren los rivales políticos. Sucede con los presuntos aliados del PSOE en la conspiración permanente. Y sucede con el bloqueo sistemático y sistémico que propaga el centro derecha.
Se entiende así mejor que se hayan extinguido los espacios de consenso. Ni siquiera en todos aquellos asuntos nacionales —terrorismo, defensa, política exterior, reformas estructurales— que deberían resolverse lejos del partidismo y del estado de hipersensibilidad electoral. Ni el sistema de pensiones, ni el plan educativo, ni el mercado laboral, ni los avances sociales se resuelven ni plantean como cuestiones de Estado. Pactar con el adversario se interpreta erróneamente como una derrota o una concesión. Prevalecen así las posiciones maximalistas y se fortalece, en su paradójica debilidad, la política de la intolerancia y de las intransigencias.
Ni siquiera hay una tregua cuando la sociedad necesita más seguridad en la fortaleza del sistema. Un ejemplo concluyente es la reacción desquiciada al asesinato de Algeciras, pero podría decirse lo mismo de la guerra de Ucrania. Unidas Podemos descarrila los Leopard en deferencia a Vladímir Putin, mientras que Vox los convierte en la expresión del ardor guerrero y del furor castrense.
«No hay una tregua cuando la sociedad necesita más seguridad en la fortaleza del sistema»
Podrían serenarse las cosas si las fuerzas políticas predispusieran o definieran un territorio de no agresión. Una tierra de nadie. Y, al mismo tiempo, una utopía inverosímil, precisamente porque el jefe del Gobierno es quien más se esmera en dividir a la sociedad. Y quien antes que nadie ha establecido unas relaciones tóxicas con el populismo y el nacionalismo a expensas de la separación de poderes y de la propia salubridad institucional.
Campaña sobre campaña. El calendario volátil de los procesos electorales tanto refleja la inestabilidad como enfatiza la psicosis electoralista, incluso cuando se dirimen cuestiones locales o regionales. Las elecciones de Madrid —y las catalanas— trascendieron el espacio de discordia natural en cuanto Sánchez y Ayuso las subordinaron al desquiciado antagonismo personal.
Difícilmente van a corregirse las inercias en un año trastornado y dopado por las citas de mayo y de diciembre. Todo lo contrario, se van a radicalizar las posiciones con una irresponsabilidad y una temeridad que percuten en la credibilidad del sistema y que estimulan la desgracia nacional del cainismo.