PEDRO JOSÉ CHACÓN-EL CORREO

Sánchez quiere repetir en todo lo que vimos con Rajoy: otras elecciones, subida insuficiente de escaños y forzar, como hizo este con el PSOE, que el PP se abstenga para él gobernar

Los ciudadanos asistimos entre perplejos y malhumorados a este juego que se traen los partidos desde las elecciones generales de 2015 para acá, según el cual su incapacidad para llegar a acuerdos con los resultados obtenidos la tenemos que resolver los ciudadanos con unas nuevas elecciones generales. Seguramente la mayoría de la ciudadanía, esa que bastante tiene con sacar adelante sus problemas diarios y que se ha tomado unas merecidas vacaciones para olvidarse por unos días de ellos, habrá perdido ya la cuenta de cuándo empezó todo esto. Pero cuando la vuelvan a llamar a elecciones para el próximo noviembre, se topará de nuevo y de bruces con la cruel realidad.

Recordemos cómo en 2015 unos resultados insuficientes para el PP, con 123 escaños, exactamente los mismos que tiene ahora Pedro Sánchez, nos llevaron a una repetición de los comicios en 2016. De aquel agujero negro, tras graves quebrantos en el PSOE -caída de Sánchez, división del grupo parlamentario socialista…-, pudimos salir con un Gobierno de Rajoy que duró exactamente hasta el 1 de junio de 2018, cuando Sánchez resurgió desde su condición de extraparlamentario para ser el primero en gobernar mediante una moción de censura victoriosa. Y tras la reciente convocatoria del 28 de abril hemos vuelto a la casilla de salida con exactamente la misma situación en el líder del PSOE que teníamos con Rajoy en 2015. Por el medio, no lo olvidemos, hubo la postura trascendental de un PNV que decidió no seguir apoyando a Rajoy para darle su respaldo a Sánchez. Y esto hay que recordarlo también cuando este partido, tan importante para nosotros los vascos, se coloca ahora en «modo observador externo» impartiendo lecciones de moderación y madurez política por boca de sus principales representantes en las Cortes Generales.

En psicología social se llama disonancia cognitiva a una teoría que nos explica que los individuos necesitamos dar coherencia a nuestras acciones respecto de nuestras creencias y sentimientos. Cuando actuamos en disonancia con nuestras creencias o ideas se produce un desequilibrio interior, una incoherencia que nos genera malestar y que intentamos solventar de tres maneras diferentes: o bien cambiando de actitud o de comportamiento, o cambiando las ideas y creencias con las que actuamos o cayendo directamente en el autoengaño, buscándonos compensaciones o excusas para paliar la disonancia.

Cuando aplicamos la disonancia cognitiva a la política nos damos cuenta, sin embargo, de que Leon Festinger, su creador, tenía un concepto muy optimista del individuo: él pensaba que la coherencia guiaba todos sus actos, como una especie de sentido del equilibrio que, cuando se altera nos marea e inhabilita. De las tres posibilidades que hemos visto que nos plantea esta teoría para afrontar los fallos de coherencia entre nuestros actos, ideas y sentimientos, la segunda, de entrada, estaría vedada para cualquier político, por definición: cambiar de ideas. Son rarísimos los políticos que hacen semejante cosa si no es porque se saben fuera del partido donde militaban ya que se han buscado otro modo de vida que les satisfaga más. Y esto, por lo que se ve, no está al alcance de cualquiera, sino más bien de una minoría muy selecta.

Las otras dos salidas para la disonancia cognitiva, en cambio, son habituales en los políticos, pero de un modo muy sui géneris. Por ejemplo, la primera, cambiar los actos, las actitudes que generan incoherencia, sí lo hacen continuamente nuestros políticos, solo que no lo reconocen nunca. En cambio, la tercera salida, o sea, caer en el autoengaño, recurriendo si hace falta a medios peregrinos y rebuscados, es al final la más empleada con diferencia. La modalidad estrella es la de la compensación: como todos hacemos lo mismo y lo sabemos, no tenemos nada que reprocharnos a nosotros mismos. Y el ejemplo por antonomasia: el de que debe gobernar el partido que gane las elecciones.

Este principio lo considera Pedro Sánchez como una especie de intangible en su proceder actual, pero en Navarra se ha desentendido de él para permitir que el PSN gobierne allí en coalición y con la abstención de Bildu. Y por parte del centro-derecha, no nos olvidamos tampoco de que ellos han hecho exactamente igual en Madrid y por partida doble además, en el Ayuntamiento y en la comunidad, gobernando sin haber ganado las elecciones ni en el uno ni en la otra.

La cosa estaría clara para Leon Festinger: nuestros políticos no están bien, tienen un acusado déficit de coherencia interna que les genera un profundo malestar enmascarado con sonrisas para la foto, poses de felicidad y simulaciones constantes de haber alcanzado la gloria en vida. Y si la política es el ámbito por antonomasia de la incoherencia y de la compensación como autoengaño, la cosa pinta a que Sánchez quiere repetir en todo lo que vimos con Rajoy: nuevas elecciones, subida insuficiente de escaños y forzar, como hizo este con el PSOE, que el PP se abstenga para él gobernar. Ante este panorama, ¿deberíamos de compadecernos de nuestros políticos y salir a su rescate, solícitos, cada vez que nos convoquen a las urnas? ¿O, por el contrario, deberíamos exigir que ese malestar no se desborde y convierta la política en una pesadilla y en una desafección para todos los ciudadanos?