- Cada mañana las democracias —también en España— asisten impotentes a su falso funeral. Probablemente, por la fascinación que producen las sociedades homogéneas, que son lo contrario al liberalismo
El año 2022 pasará a la historia por algunos hechos excepcionales: la invasión de Ucrania, la alta inflación derivada de los elevados precios de la energía o, en el caso español, del deterioro del entramado institucional. Se recordará, incluso, por las muertes de Pelé, Ratzinger o la reina Isabel II. Pero es probable que a largo plazo lo más relevante haya sido observar el desprestigio de algunos mitos construidos sobre la nada en los últimos años. En particular, la idea de que los sistemas políticos autoritarios son más eficientes que los liberales democráticos, valga la redundancia.
Lo liberal, hay que aclarar, no en su acepción estrictamente económica, y que en ocasiones consiste en una mera falsificación de lo que significa el liberalismo como paradigma del orden social, sino en el buen sentido de la palabra, que diría Machado. Es decir, aquel sistema político que ahuyenta la polarización, castiga a las élites rentistas y huye del individualismo a ultranza por encima de la propia sociedad, y que algunos han llamado liberalismo hospitalario por su capacidad de integración. O liberalismo a secas, como se prefiera, que no es un fin en sí mismo, sino un instrumento para encauzar y racionalizar el conflicto social, y que es lo que engrasa las ideologías no autoritarias.
El caso de China es el más evidente. La eclosión de la pandemia en las últimas semanas ha puesto de manifiesto no solo el fracaso de la política de covid cero, confirmada hace apenas un par de meses por el propio Xi Jinping en el Congreso que lo entronizó como nuevo emperador, sino también el fiasco en la estrategia de vacunación de millones y millones de ciudadanos chinos. Pero revela, sobre todo, que las decisiones altamente centralizadas tienden a ser ineficientes porque están alejadas de la realidad social.
El prestigio de las dictaduras
Existen múltiples ejemplos de que a largo plazo hacer política desde una supuesta superioridad sin consultar al pueblo es el mejor camino para el desastre, aunque a corto plazo pueda parecer lo contrario. Básicamente, porque a medida que pasa el tiempo —es lo habitual con las dictaduras— las ventajas competitivas de los sistemas autoritarios —la obediencia debida de la población— tienden a diluirse. Chile es un buen ejemplo. También lo es, incluso, la España de Franco, que tuvo que mutar a partir de finales de los años 50 ante el colapso económico y social del régimen. También el prestigio de la dictadura de Primo de Rivera se construyó sobre su supuesta eficiencia, pero lo cierto es que a la larga significó el advenimiento de la II República.
Es obvio que la ventaja competitiva de China ha estado basada, y es lo que explica un indudable éxito económico, como es que el país haya sido capaz de sacar de la pobreza absoluta a centenares de millones de chinos, en los bajos costes y en la sumisión de un pueblo, pero en la medida en que los países más avanzados vayan descubriendo su dependencia estratégica de China, su peso en la economía mundial irá mermando.
La irrupción del covid y la posterior llegada de los cuellos de botella y de la inflación ha significado a la postre el año cero en que el mundo avanzado se ha caído del caballo y han comenzado las relocalizaciones. No ya la desglobalización, que es un fenómeno más complejo, sino un nuevo orden comercial basado en la autonomía estratégica. Ya hay dudas, incluso, de que China llegue a ser en esta década la primera economía mundial en términos reales, como se daba por hecho hace no demasiados años.
No puede extrañar, por eso, la creciente ola de disidencia en la propia China, derivada, precisamente, de sus éxitos económicos, que han construido un país que irá exigiendo cambios que indudablemente se traducirán en un incremento de la población que empieza a rebelarse contra sus élites. Cada vez son más frecuentes manifestaciones contra los proyectos de vivienda estancados por algunos escándalos inmobiliarios, contra las violaciones de los derechos laborales o contra el fraude o la violencia estatal.
Es verdad que algunos ejemplos han revelado que la ausencia de libertad política no es un impedimento para el crecimiento a corto plazo, pero hay múltiples evidencias de que la libertad económica es una condición necesaria. Sin ninguna de las dos libertades, que a veces se quieren presentar como antagónicas, los países tienden a la quiebra, como le sucedió a la Unión Soviética durante la década de los 80 en plena atrofia de la nomenclatura del Kremlin. No es casualidad, por lo tanto, que los países mejor situados en los índices de desarrollo humano sean, a la vez, los que combinan las dos libertades, y que desgraciadamente tienden a situarse en los puntos más alejados de la línea del ecuador. .
Hay que reconocer, sin embargo, que el prestigio de los autoritarismos ha crecido en los últimos años. Incluso, en países europeos como Hungría o Polonia. Y, en general, en aquellos lugares durante el poder de los liderazgos se construye en torno a la idea de que la eficiencia está reñida con la democracia liberal, lo que solo revela cortedad de miras. Teocracias como Irán son hoy un polvorín social porque buena parte de la población empieza a cansarse del autoritarismo de las élites que funcionan con creencias semifeudales, mientras que incluso en Cuba, en 2021, se han vivido tensiones políticas impensables hace poco tiempo.
Soluciones milagrosas
También es cierto que tener una buena democracia no es ninguna garantía para la expansión económica. Y eso es, precisamente, lo que explica el auge del prestigio de los autoritarismos —no hay un solo modelo— que proponen soluciones milagrosas a viejos problemas no identificados correctamente por las democracias liberales.
Trump, de hecho, triunfó sobre la idea de la decadencia de las democracias consolidadas. Y también el Brexit salió adelante gracias a la arrogante idea de que Reino Unido volvería tener un lugar en el mundo, lo que sin duda tenía algo de reminiscencia del viejo imperio británico. Lo que se ha llamado la ola democratizadora iniciada a raíz de la caída del muro, de hecho, no solo se ha frenado, sino que, en algunos casos, se ha producido un reflujo. En otros casos, incluso, se ha impuesto una especie de autoritarismo soft compatible con elecciones formalmente libres, pero que minan la potencia transformadora de la democracia.
También en la Europa continental es creciente la idea de su propia decadencia económica, lo cual, además de falso, es el alimento que impulsa el crecimiento de los movimientos populistas, construidos sobre el negacionismo y sobre el catastrofismo. Cada mañana las democracias —también en España— asisten impotentes a su funeral. Probablemente, por la fascinación que producen las sociedades homogéneas, que son justamente lo contrario al liberalismo entendido como una forma de vida y no una mera marca política, y que en última instancia es el que acoge la disidencia y la confrontación ideológica. A los salvadores de la patria les aterra compartir las ideas. Y, por eso, a la larga tienen los pies de barro.