JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO

  • El dilema está mal dibujado: el ideal no es ni el gobierno de los científicos ni el de los políticos, sino el de las instituciones. No el de los hombres, sino el de las leyes
El reciente manifiesto de los que poseen conocimiento científico sobre la pandemia trae a la mente un tópico de la reflexión política: el de si el gobierno debe confiarse a los sabios (como pedía Platón) o a los que poseen específicas dotes de persuasión (como preferían los sofistas). El dilema que en la época liberal conservadora del siglo XIX se plasmaba entre el gobierno de la razón o el de la voluntad.

Y, sin embargo, a poco que reflexionemos nos apercibiremos de que el planteamiento platónico carece de sentido en nuestros días. Porque sucede que el filósofo se refería a la sabiduría y reclamaba para su poseedor el gobierno. No a la ciencia, menos a la técnica, categorías del conocimiento que ni siquiera existían en la antigüedad o la premodernidad. El sabio era la persona dotada de una capacidad de reflexión tal que sus conocimientos incluían la totalidad de la experiencia humana. El científico, de creación moderna, es el que practica un tipo de conocimiento sectorial o limitado, el que se refiere a los fenómenos predecibles o verificables. Pero el científico de hoy no es un sabio de los de antes, ni pretende siquiera serlo.

Dicho de otra manera, cuando se habla del gobierno de los expertos con la alegría con que a veces se hace, se olvida algo esencial: que no existen los expertos en todo, que la experticia es sectorial por definición, por lo que el conocimiento experto siempre deberá ser mezclado con el de otros expertos, incluidos los que entienden del gobierno de los seres humanos (los que saben… cómo mandar).

Por otro lado, como advierte Sartori, un utópico «gobierno de la ciencia» sería en realidad un «gobierno de los científicos», y estos como personas son igual de plurales, sesgados, ideologizados y venales que los demás. La estampa de una asamblea de científicos que en una prolongada sesión de racionalidad compartida llegan a conclusiones correctas y verificables es eso, una estampa. En la realidad, si diésemos a los científicos y técnicos la dirección tendríamos una similar cacofonía de opiniones y sesgos que la que tenemos ahora en España. Porque son personas y no sólo científicos.

Y es que el dilema está mal dibujado: el ideal no es ni el gobierno de los científicos ni el de los políticos, sino el de las instituciones. No el gobierno de los hombres, sino el de las leyes. Un ideal que hay que entender: siempre gobernarán personas, esto es inevitable, pero su gobierno debe realizarse a través de leyes y con los límites de las leyes. Y eso son precisamente las instituciones públicas: conjuntos de reglas de procedimiento asentadas acerca de cómo tratar los problemas. Las instituciones sí son capaces de integrar el saber experto de diversas ramas junto con la prudencia y el saber mandar. Las instituciones son las únicas capaces de gobernar un mundo complejo precisamente porque deben y pueden integrar en sus prácticas todo tipo de saberes.

Y aquí es donde el ‘manifiesto de los que saben de enfermedades’ comienza a tener sentido y ser una crítica próxima a lo sucedido en España. Porque sí es cierto que, a pesar de que esos que ‘saben’ están integrados en las instituciones existentes de manera que puedan hacer valer su autorizada opinión (repasen la composición de cualquiera de ellas), es cierto que su parecer ha sido en general manipulado o ninguneado por la élite política que las dirige. Los políticos, como lleva siendo su conducta persistente a lo largo ya de muchos años, han colonizado y dominado las instituciones en este caso sanitarias haciendo pasar por los filtros de su conveniencia política las recomendaciones expertas de los que sabían de qué iba el asunto. Aunque, también hay que señalarlo, no han encontrado demasiada resistencia porque técnicos y expertos complacientes o moldeables los han encontrado sin dificultad. Y científicos despistados sobre lo que se nos venía encima los ha habido, vaya que sí.

El problema del sistema sanitario español sólo puede describirse desde esta óptica más general: el del drama que viven desde hace mucho tiempo las instituciones, sumidas en un proceso de ocupación, degradación y nulificación por parte de la elite gobernante en todos y cada uno de los niveles a los que llega su afán de dominio y su capacidad para extraer réditos del control que ejercen. Las instituciones funcionan mal en España y ello se debe fundamentalmente a una práctica política que en ningún caso quiere verlas sometidas a criterios de formación, capacidad y control simplemente modernos: ni transparencia, ni rendición de cuentas, ni independencia funcional.

Sucede que el proceso de degradación institucional no es demasiado visible ni interesante para el público, salvo cuando afecta a administraciones en el ojo del huracán: el Parlamento, la monarquía o la justicia. Pero existe y es tanto más dañino que el que acapara titulares. Los que saben de enfermedades lo notan ahora.