Rosa Martínez-Vozpópuli
- Firmasteis aquello. Defendisteis al poder. Señalasteis a jueces y periodistas. Y ahora, ¿qué?
Confieso que hay indignidades que, si no se señalan, acaban convirtiéndose en costumbre. Y una de las más graves que hemos normalizado en los últimos meses es la impunidad moral con la que una parte del periodismo decidió ponerse al servicio del poder y, una vez cambiado el contexto, mirar hacia otro lado como si aquí no hubiera pasado nada. Hace unos meses, un grupo numeroso de periodistas firmó un manifiesto en defensa del Gobierno. No un texto tibio ni una reflexión matizada, sino un documento rotundo que asumía sin complejos el marco discursivo del propio Ejecutivo. Se hablaba de “fango”, de “ultraderecha mediática y judicial”, de campañas coordinadas para derribar a un Gobierno legítimo. Se señalaba a jueces, a medios y a periodistas críticos como piezas de una maquinaria golpista. Se venía a decir, sin decirlo del todo, que investigar al poder era una forma de atacar la democracia.
No era un manifiesto cualquiera. Lo firmaban nombres de peso: Iñaki Gabilondo, Silvia Intxaurrondo, Maruja Torres, Rosa María Artal, Pilar del Río, Manuel Rivas, Jesús Maraña, Javier Gallego, Miguel Mora, Virginia Pérez, Yayo Herrero, Xavier Lapitz, Ignacio Escolar, Antonio Maestre, Cintora, Ekaizer, Santaolalla… No hablamos de redactores anónimos ni de activistas de sobremesa. Hablamos de tertulianos omnipresentes, directivos de medios, voces habituales de la radiotelevisión pública, periodistas que ocupan un lugar central en la formación de opinión en este país. El mensaje era claro: no había corrupción, no había abusos de poder, no había escándalos reales. Todo era fango. Todo era un ataque. Todo formaba parte de una ofensiva reaccionaria para tumbar al Gobierno porque no había conseguido hacerlo en las urnas.
Les guste o no
Y la pregunta no es por qué firmaron aquel manifiesto. Cada cual es responsable de sus decisiones y de sus afinidades. La pregunta es otra. La pregunta es: ¿y ahora qué? Porque el contexto actual no es una interpretación interesada ni un titular aislado. Es una acumulación de hechos. Hay dirigentes socialistas en prisión por corrupción. Hay tramas abiertas, investigaciones judiciales en marcha, causas relacionadas con hidrocarburos, contratos, comisiones. Hay exministros y exasesores que han pisado la cárcel. Hay nombres conocidos, no sospechas etéreas. Y hay, además, miembros del entorno del presidente pendientes de juicio, tan cercanos como su esposa y su hermano. Todo eso existe, le guste o no a quien firmó aquel texto.
Y por si fuera poco, esta misma semana hemos asistido a una cascada de dimisiones dentro del PSOE tras salir a la luz acusaciones de acoso y abuso sexual. Nadie ha sido sentenciado aún, pero sí ha habido testimonios, denuncias internas y una reacción política inmediata. Dimisiones en cadena en apenas 24 horas. No provocadas por la “ultraderecha mediática”, sino por mujeres que han decidido hablar, dentro del “Gobierno más feminista de la historia”, de una serie de actuaciones y situaciones que son insostenibles. Así que volvemos a la pregunta: ¿y ahora qué? Porque si todo era fango, ¿qué son estas dimisiones? Si todo era un invento y una conspiración, ¿por qué el propio partido asume responsabilidades políticas antes de que lo haga ningún juez? Y, sobre todo, ¿por qué quienes firmaron aquel manifiesto no sienten hoy la más mínima obligación de dar explicaciones?
No se trata de que aquel texto “se les haya vuelto en contra”. No se trata de pedirles que pidan perdón por adelantado ni de convertir la hemeroteca en un tribunal. Se trata de algo mucho más elemental: la rendición de cuentas profesional. Si usted firma un manifiesto acusando a jueces y periodistas de golpistas y resulta que los hechos desmontan ese relato, lo mínimo exigible es decir algo. Rectificar, matizar, explicar o, al menos, reconocer que la realidad era más compleja que el eslogan.
Escudo político
Lo que no puede ser es que firmar un manifiesto de adhesión al poder salga gratis. Que se acuse a medio país de desestabilizar la democracia y, cuando la democracia funciona y los escándalos existen, aquí no haya pasado nada. Silencio. Ningún segundo manifiesto. Ninguna reflexión. Ninguna autocrítica. Y que sigan trabajando, supuestamente en nombre del periodismo, sin problema alguno. El periodismo no está para proteger a quien gobierna. Está para incomodarlo. Para hacer preguntas incómodas cuando nadie quiere hacerlas. Para no asumir como propio el lenguaje del poder. Cuando un periodista firma un texto que deslegitima de antemano cualquier investigación judicial futura, deja de ejercer como periodista y pasa a actuar como escudo político.
Y eso es lo verdaderamente grave. No que se equivocaran. Equivocarse entra dentro del oficio. Lo grave es que no consideren necesario responder ahora. Que crean que la indignidad puede archivarse con el mismo gesto con el que se firma un manifiesto. Y que sigan empeñados en que les llamemos periodistas, cuando su única estrategia es idéntica a la del propio Gobierno: seguir hacia adelante, pase lo que pase. Por eso este artículo no va de ajuste de cuentas, sino de memoria. Porque la credibilidad no se proclama, se sostiene. Y hoy los firmantes de aquel manifiesto le deben una explicación, no solo a su público, sino a toda la ciudadanía. La pregunta sigue ahí, incómoda, insistente y perfectamente legítima: firmasteis aquello. Defendisteis al poder. Señalasteis a jueces y periodistas. Y ahora, ¿qué?