CÓMO no entender que estés harto de Puigdemont, que te irrite que a un tipo tan mediocre, al que consideras un payaso, reciba tanta atención en periódicos, teles y radios. Que te subleve su capacidad para desestabilizar y poner en jaque a un Estado que en tu opinión debería sacudírselo de encima con un simple papirotazo. Te cansa y te parece incomprensible su protagonismo, y su matraca permanente te tiene harto. Pero, verás, es que no se trata tanto de él –que, aunque te cueste creerlo, tiene el tirón de audiencia de todas las figuras que provocan rechazo– como de lo que representa: un problema enquistado. Un conflicto que, por anodinos y vulgares que sean sus actores, se ha atravesado en la vida española amenazándola de colapso. Puigdemont, con su ansia de notoriedad y su comportamiento estrafalario, no es más que el mascarón simbólico de un movimiento de ruptura que sólo hace unos meses, no lo olvides, estuvo a punto de hacer saltar la nación en pedazos. Un desafío que, por más que las encuestas indiquen que la mayoría de los ciudadanos lo consideran ya página pasada, no ha terminado.
Ni va a terminar a corto plazo. No te fíes de las apariencias; el dichoso procés no se ha diluido; tan sólo se ha frenado. La reacción constitucional, tardía y apocada, detuvo el golpe y embridó el disparate pero el independentismo continúa intacto. Probablemente no volverá en un tiempo a plantear la secesión unilateral y se dará a sí mismo una tregua a modo de repliegue táctico. Tratará de reorganizarse en el poder, revisará sus fallos y se dedicará a ensanchar su base, a construir nuevas estructuras más sólidas desde las que emprender otro asalto. Los separatistas saben en qué han fracasado: no tenían la mayoría social suficiente para lanzar un órdago victorioso al Estado. Por eso su próximo objetivo consiste en alcanzar una masa crítica que le permita abordarlo. La herramienta con la que agrandar su respaldo no es otra que el gran comodín nacionalista: el sentimiento de agravio.
Y aquí es donde Puigdemont adquiere un papel decisivo. Su figura representa para los independentistas la legitimidad mitológica y melancólica que los cohesiona en su victimismo. Son conscientes de que no es más que un personaje insignificante, un pelele crecido con tendencia al ridículo, pero les interesa darle el rango solemne de representante institucional de un pueblo que se cree agredido. Lo desprecian en el fondo y cuando ya no les sirva, que será pronto, lo tirarán por la borda pero ahora les interesa como estandarte tras el que reagrupar su proyecto y reconstruir su designio. Su relevancia es meramente pragmática, utilitaria, alegórica: es el mártir del 155.
No te equivoques, pues; tú puedes estar hastiado pero el nacionalismo nunca desiste, nunca ceja. Y ese fantoche al que desdeñas es el ariete con el que te quieren, nos quieren, abrir de nuevo una brecha.