Miquel Escudero-El Imparcial

La UNESCO declaró hace diez años el 2 de mayo día mundial contra el acoso escolar, una fecha para tomar conciencia de este abuso y combatir su plaga. Carmen Cabestany, directora de la asociación NACE (No al acoso escolar), dice en su libro El bullying es cosa de todos (Libros de Cúpula) que en España hay unos dos millones de menores que lo padecen, de los cuales, se baraja entre cien mil y doscientos mil los casos que son de alta intensidad. Hay deficiencias graves de relación que tienden a ocultarse por desinterés (el interés de mirar hacia otro lado), pero cuya visibilidad estalla con los suicidios, sucesos trágicos que fijan la atención pública a destiempo y de forma obscena.

Hay que hablar del maltrato entre iguales, un maltrato reiterado, con absoluto desprecio hacia los que no pueden defenderse. Un tormento diario del que es difícil escapar indemne y que lleva a situaciones de angustia límite para esos menores y para sus familias, en las que a menudo se superponen otros muchos y serios problemas. Este tipo de maltratos ejemplifica la toxicidad de nuestra sociedad.

Con mucha frecuencia se hace la vista gorda ante toda clase de abusos de fuerza, que no reciben la adecuada reprobación y sanción. Hay que decir que son incontables los atropellos que nos negamos a ver y reconocer por un sesgo ideológico. Es habitual que haya distintas varas de medir y una sensibilidad nula para tratar a los afectados. A la incompetencia se suma también una indiferencia que produce lo que se puede llamar un maltrato institucional, el de quien tiene autoridad para actuar y se abstiene de hacerlo, o lo hace con inmensa torpeza; una omisión del deber que nadie más puede ejercer. En tales circunstancias, el agredido padece diferentes fases de desconcierto, dolor, miedo, tristeza y abatimiento. ¿A quién le va bien que haya víctimas por acción humana y que acaben desmoronadas tras ser vejadas?

¿Quién sabe el daño que se ocasiona -se pregunta Carmen Cabestany-, si nadie puede medir el dolor que sienten los demás? ¿Por qué no se hace un seguimiento adecuado de los actos de matonismo y bestialidad que se producen cada día, tan difícil es? ¿Se debe esta blandura a un miedo económico?

Ciertamente se producen importantes fallos de conexión entre las distintas autoridades. Además, no pocos centros educativos niegan que en ellos haya acosos, porque ‘deben parecer perfectos’. Lo que resulta así es una negativa rotunda y automática a ocuparse de una de sus obligaciones. Recurren a pretextos como los de que son cosas de niños o llegan a culpar incluso a las víctimas; el mundo al revés. Desacreditadas, las víctimas se encuentran absolutamente desprotegidas, en medio de la indiferencia de compañeros y profesores, lo que facilita nuevas y más crueles muestras de tortura y desprecio.

Hay que insistir con energía en que no es decente transigir con los abusos, ni tampoco dejar solas a las víctimas. Hay que expandir la conciencia de respeto personal con toda convicción y fuerza. Y hay que hacer visible lo que se oculta y se hace callar. Esto supone una voluntad férrea a actuar con objetividad, con decisión, con sentido claro de la justicia.

Algunos proponen tipificar el acoso escolar como delito. No tengo idea clara, ni, por tanto, opinión sobre su conveniencia. Cabestany nos invita a memorizar una fórmula sobre la omertà (ley mafiosa que obliga a guardar silencio de las fechorías de que se sea testigo), aplicada a los flagrantes casos de acoso. Se pretende justificar por un torcido código de honor, pero lo que de veras importa es la certeza de recibir las peores represalias, lo que lleva a desentenderse de lo que les pasa a los otros y a no dar información alguna sobre los delincuentes:

Desconocimiento+ cobardía+ amenazas= Ley de silencio.