Rebeca Argudo-ABC

  • A Ábalos le veo capaz de reconocer que algo hizo mal, que no fue del todo probo

Ábalos me despierta cierta ternura. No la que despierta un cachorrito o un bebé (alguno), no es eso. Es más bien esa otra ternura extraña que se solapa con algo de lastimica y un chin de repelús. La de ver a un Alfredo Landa, es un poner, bajito y abiertamente poco agraciado, con el pechete peludo y el meyba ajustado, sintiéndose sexy en la playa. Me da cosica verle ahí, traicionado. Humanizado de golpe a fuerza de abandono y desolación. Teniendo que asumir, de pronto, que no era más que un cargo instrumental, un amigo instrumental, un amante instrumental, una mano derecha instrumental. Que ni el PSOE lo tenía por un miembro indispensable, ni la banda del Peugeot 407 por leal compañero, ni sus sobrinas le querían por su irresistible encanto, ni Pedro Sánchez le confiaría lo que más quiere (o sea, él mismo). Despreciado por todos y abandonado a su suerte, quirúrgico cortafuegos para tratar de salvar los muebles, a mí ese rollo Chenoa que se trae, atendiendo en chandal a los medios en la puerta de casa tras un registro de la Guardia Civil, como aquella lo hizo tras una ruptura con Bisbal, me enternece. No le abrazaría, me da cosa, pero le pondría la mano en el hombro con conmiseración. Es una ternura sucia y poco noble, ya sé. Nada que ver con la ternura de ver dormir a quien quieres o de sujetar la mano arrugadita de tu abuela entre las tuyas. Es una más de pensar «vaya canallita de Aliexpress» o «pobre tonto, ingenuo charlatán, que fue paloma por querer ser gavilán». Ya sé, ya, que de tonto no tiene medio pelo, que ofrendó alojamiento y remuneración con apariencia de empleo decente a la cáfila de sobrinas (ese eufemismo con el que se designa ahora a las meretrices en la Administración pública) con coste al erario, que es sospechoso de tráfico de influencias, malversación y cohecho. Lo sé. Pero qué quieren que les diga. Me cae bien. Me pasa con él como con los comisarios borrachines y atormentados de las series viejas de policías: no me lo llevaría a casa, no me gusta como novio para mis amigas ni como padre de mis hijos, no lo quiero cerca de menores de edad, ni de chicas jóvenes un sábado por la noche. No sé si subiría con él en el ascensor. Pero le invitaría a la siguiente en la barra del bar si me lo encuentro, pondría la canción que le gusta («soy un truhán, soy un señor», estoy segura) y le escucharía un rato. A Ábalos le veo capaz de reconocer que algo hizo mal, que no fue del todo probo. Le presupongo algo así como un resquicio de honor, allá en el fondo. Y eso, hoy, no me parece poco. Con un fiscal general confundiendo irresponsablemente que su integridad esté en entredicho con que lo esté la de la institución, una exministra obscenamente incompetente acusando de golpistas a jueces, una cloaquera jurando que es periodista de investigación y un presidente del Gobierno cercado por la corrupción, para bochorno internacional, Ábalos me parece, de entre todos, el mejor. Que tampoco es mucho.