JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS

  • En medio de un cambio de paradigma equiparable al producido por la invención de la imprenta, hemos asistido a algunos episodios que han puesto de relieve la falta de transparencia del universo mediático

Dice Erasmo en su Elogio de la estulticia que “el espíritu humano llega con mayor facilidad a la ficción que a la realidad”. Si en un sermón “se habla de algo trascendental y profundo, la gente bosteza, se aburre, y acaba durmiéndose”. En cambio, si el orador cuenta su cuento a gritos “todos se espabilan y siguen el sermón con la boca abierta”. A gritos vemos nosotros pelear a algunos periodistas en las tertulias televisadas que últimamente vienen ocupando la atención pública en vergonzosa competencia con el desvarío de las redes sociales. Las acaloradas trifulcas mediáticas, amenizadas por la filtración de conversaciones grabadas entre polizontes, políticos, fiscales, magistrados, editores y agitadores televisivos, acabarán por arruinar la imagen del periodismo como “el mejor oficio del mundo”, según definición de Gabriel García Márquez. Después de escuchar las cintas de Villarejo algunos podrían pensar, como Voltaire, que los periodistas somos los canallas de la literatura, y llegar a la misma conclusión que Balzac: “Si la prensa no existiera habría que no inventarla”.

En esto nos encontramos ante un debate nada baladí, que no tiene que ver solo con el amarillismo y la presunta delincuencia de algunos escribidores. Afecta a la convivencia social y a la estabilidad del sistema político. Jefferson decía que, puesto que la democracia está basada en la opinión pública, entre tener un Gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno prefería esto último. Los diarios, y por extensión los otros medios de comunicación, son en cualquier caso parte del sistema representativo. A quienes están acostumbrados a mirarlos como un antipoder les provoca por eso no poca confusión que los grandes conglomerados de medios, vigilantes del Gobierno, puedan ser también sus cómplices; o del que esté en ejercicio o del que vaya a venir. Los periodistas presumimos muchas veces de hablar con la voz del pueblo, pero el pueblo nos considera habitantes del palacio. Y al luchar por nuestra independencia, vivimos en la esquizofrenia de defender las instituciones democráticas a base de provocar no pocas veces su fractura. Frente a los propagandistas de la ficción tratamos de mediar entre la realidad y nuestros lectores u oyentes, igual que los diputados lo hacen entre la autoridad y quienes la eligen o soportan. Todo esto ha funcionado así más o menos durante doscientos años, hasta que la sociedad de la información puso de relieve las carencias de nuestra industria y de la arquitectura política que contribuye a sujetar.

Nos enfrentamos ahora a un cambio de paradigma equiparable al producido por la invención de la imprenta. Entonces, la cultura salió de los monasterios, se liberalizó el pensamiento, se extendió la enseñanza, se potenció el comercio, ayudado por los descubrimientos de nuevos territorios: cambió la naturaleza del poder y su distribución. Pero no fue un proceso pacífico; las guerras de religión asolaron Europa y produjeron decenas de miles de víctimas, a las que se añadieron las de las masacres de indígenas en la conquista del Nuevo Mundo. La nueva globalización digital, en la que la distorsión de la opinión pública juega un papel evidente, se anuncia ahora también con tambores de guerra.

Cada gran invención científica o tecnológica que ha conocido la humanidad se ha inscrito bajo el común denominador de la democratización del poder. Dar el poder al pueblo fue el resultado de la expansión del ferrocarril; de la multiplicación de las comunicaciones; del uso generalizado de la energía o de la extensión de los medios de comunicación de masas. De cada uno de esos eventos se derivaron transformaciones profundas del comportamiento social. La autoridad competente, al sentir amenazados sus privilegios, se resistió siempre al cambio, combinando censura y propaganda. Y últimamente lo ha hecho recurriendo a la posverdad, la difusión de bulos y la esperpéntica definición de los hechos alternativos. No importa si el relato dominante es respetuoso o no con la verdad. Lo importante es el estruendo y la brillantez de la ficción que permita a la audiencia pasmarse hasta quedar con la boca abierta.

En semejantes circunstancias debemos preguntarnos sobre cómo se forma la opinión pública, o las públicas opiniones, que fundamentan la democracia y se transmiten al ejercicio del sufragio. La experiencia demuestra que, como todas las revoluciones, la digital puede ser también enormemente violenta: ha comenzado a plagar de víctimas el paisaje de nuestras sociedades y ha engendrado una nueva clase política y económica, una nueva élite, destinada a liderar el proceso, a asumir y controlar el poder que se entrega a los ciudadanos, administrándolo a su albedrío.

En medio de esta situación hemos asistido a algunos episodios que han puesto de relieve la falta de transparencia del universo mediático. Ya he comentado en ocasiones la falta de un debate político e intelectual en gran parte de los parlamentos y de los medios occidentales, a los que parece no sorprender ni irritar que en nombre de la defensa de la democracia la Casa Blanca y sus acólitos europeos no duden en apoyar su estrategia, si es preciso, en tiranías como la saudí o la venezolana. También hemos sido testigos de un gran debate en las redes sobre el comportamiento rufianesco de un puñado de policías y periodistas españoles dedicados a inventar falacias, falsificar pruebas y organizar contubernios a fin de difamar y chantajear a líderes políticos o competidores. Esa discusión, que lideró durante días el diálogo en los rincones de la cloaca cibernética, apenas ha merecido espacio en los medios tradicionales. Y es una lástima, porque a la debilidad creciente de los mismos, ultrapasados por la sociedad digital, se suma así el escepticismo sobre su independencia. De paso, el comportamiento incivil de algunos ha arrojado toneladas de descrédito absolutamente inmerecidas sobre el periodismo profesional. Tantas veces como denunciamos las corrupciones de los políticos, deberíamos esforzarnos en una autocrítica que brilla por su ausencia a la hora de juzgar complicidades y carantoñas reporteriles con delincuentes con placa, o de analizar la presión del poder económico sobre nuestra autonomía profesional. Algunos lo han intentado y han sido ya víctimas del nuevo racismo intelectual llamado cancelación. Precisamente de estas cosas he estado hablando hace unos días con Miguel Henrique Otero, afamado periodista, propietario de El Nacional de Caracas, exiliado en Madrid y despojado de su diario por la dictadura de Maduro. Él vio bloqueada, o sea censurada, su circulación en internet por la Telefónica de España, que ha expulsó de la Red no solo a su periódico sino a otros muchos medios independientes contrarios al chavismo. Otero se manifestó ante el edificio histórico de la compañía y difundió una protesta en las redes que no ha merecido apenas repercusión en los medios españoles. De modo que no solo en Venezuela; también le quieren cancelar a Otero en nuestro país. Quizá sea porque no grita sino razona, y no fabula sino denuncia la realidad. Pero él y yo seguimos pensando como Gabo que ejercemos, junto a muchos otros miles, en este país nuestro y en el suyo, en el inmenso territorio americano de la Mancha, el mejor oficio del mundo. Y en el que se muere con las botas puestas.