JOSÉ MARÍA CARRASCAL – ABC – 26/12/16
· El que nos dirigió Don Felipe en Nochebuena fue el más trabajado de los tres que lleva, el más difícil y el mejor pronunciado.
A quienes piensan que el oficio de Rey es fácil les invitaría a escribir un discurso que contentase a todos los españoles. Estoy seguro de que, si son sinceros, a la segunda línea renunciaban. Renunciaban por ser imposible. Siempre habría quien lo encontrase falto de esto o sobrado de lo otro, demasiado blando o demasiado duro, protocolario o pedestre. El que nos dirigió Don Felipe a los españoles en Nochebuena fue el más trabajado de los tres que lleva, el más difícil y el mejor pronunciado.
Un Rey tiene que dirigirse a todos los ciudadanos sin especificar a nadie, aunque dejando claro quién ha cumplido sus obligaciones y quién no. Pero tiene, sobre todo, que elevar los ánimos, sonar positivo, reforzar la moral de su pueblo, sin esas exageraciones y petulancias que suelen desvirtuar los discursos de los políticos.
El simple enunciado de tales condicionantes advierte que se trata de una tarea imposible. Pero Felipe VI esta Nochebuena andauvo cerca. Sin dramatismo ni floripondio, enumeró lo logrado y lo que queda por lograr. Lo social ocupó el mayor espacio, pero el llamamiento a la unidad y la advertencia de que «vulnerar las normas que nos hemos dado lleva a enfrentamientos que no resuelven nada y al empobrecimiento de la sociedad» mostraron la madurez de un joven Rey.
Como el discurso se explica por sí solo, aprovecho la oportunidad para abordar un tema muy viejo pero aún de actualidad: el de la vigencia de la monarquía. Habiendo crecido en una España que, pese a ser oficialmente Reino no guardaba el menor respeto a la institución, nunca lo consideré asunto de mayor relevancia. Lo que quería para España era un régimen que respetase las libertades individuales, tuviera el gobierno que el pueblo eligiese, con la Justicia totalmente independiente del poder político y los medios de comunicación libres. Que fuese monarquía o república me importaba menos.
Con los años y la experiencia, sin embargo, he ido comprobando ciertas cosas al respecto. La primera, que los países más desarrollados democrática y socialmente son monarquías, lo que posiblemente extrañaría a mis abuelos. Luego, que las repúblicas exigen cada tantos años la elección de un presidente que represente a todos los ciudadanos. Algo muy difícil de conseguir en un país como el nuestro, donde todo el mundo está marcado ideológicamente. Lo que dificultaría la elección hasta extremos de hacerla imposible en algunas situaciones. Por último, nuestra experiencia con los dos monarcas que hemos tenido en estas cuatro décadas de democracia no han sido malas.
Tanto Don Juan Carlos como Don Felipe han ejercido sus cargos con una profesionalidad que ya quisiéramos para nuestra clase política. Ha habido en la familia ovejas negras, como en todas, pero la institución ha estado a la altura de lo que se esperaba de ella: ser una referencia del país ante sus ciudadanos y ante el mundo. No hay garantía de que siga así, pero mientras siga, la prefiero a una república. Sobre todo, española.
JOSÉ MARÍA CARRASCAL – ABC – 26/12/16