EL CORREO 17/09/14
J. M. RUIZ SOROA
· En una Escocia independiente no se impondría a nadie una lengua adicional, ni se enseñaría una Historia distorsionada
Pronto conoceremos el resultado del referéndum sobre la secesión de Escocia, y ese conocimiento marcará grandemente nuestro juicio sobre el proceso referendatario adoptado de común acuerdo por los gobiernos británico y escocés. Aquí cada uno llevará el agua a su molino catalán, vasco o español, y así irá su opinión. Por eso es éste, precisamente éste, antes de la sentencia, el momento en que con mayor imparcialidad y serenidad puede reflexionarse sobre el que ha sido llamado ‘método escocés’.
Lo primero, algo obvio: existen diferencias notables de todo tipo entre Escocia, Cataluña o el País Vasco. Su historia, su situación política, las normas constitucionales aplicables, el tipo de nacionalismo que poseen, son muy distintas. Pero por encima de todas esas diferencias hay una similitud básica: el problema que plantea el nacionalismo escocés a su Estado es el mismo que plantean los nacionalismos vascos o catalán al suyo: el problema de una reclamada secesión y de cómo se encauza y se trata de manera democrática ese deseo de una parte significativa y persistente de una sociedad. Escocia es única, sus problemas no. Por eso, aunque muchos nieguen cualquier parecido con ella, les apasiona lo que allí sucede: porque el problema es el mismo en términos de estatalidad y democracia.
El método concertado entre los gobiernos respectivos (un referéndum decisorio a una sola pregunta terminante) ha sido tildado últimamente, y precisamente por aquellos que en España hacen un tabú de cualquier consulta a la sociedad afectada, de fiasco infantil de un gobernante poco menos que idiota, el ridiculizado Cameron. En efecto, se dice, a Cameron se le ofreció por Salmond la posibilidad de un referéndum con respuesta triple (mantenimiento del statu quo, autonomismo fiscal profundo –devo-max o devo-plus–, o independencia) pero, con estólida chulería, prefirió uno binario a independencia sí o no.
Quienes, probablemente llevados por su miedo, así argumentan ahora, precisamente cuando la posibilidad de una victoria del sí se ha vuelto muy real, ignoran bastantes cosas. La primera, que una elección ternaria es un sistema muy confuso pues nunca arroja resultados concluyentes salvo que se celebren varias votaciones sucesivas emparejando de dos en dos todas las opciones, algo inimaginable en la práctica actual. ¿Cómo se interpreta y gestiona un resultado que, por ejemplo, arroje un resultado de: 25% statu quo, 35% autonomía fiscal plena y 40% independencia? ¿Cuál es la opción ganadora? ¿La que tiene más votos a favor, a pesar de que es la que tiene más votos en contra? La obscuridad hermenéutica del resultado de una votación es algo que repugna profundamente al espíritu anglosajón, que espera de toda votación un ganador claro (‘first past the post’). Por eso el Acuerdo de Edimburgo de 2012 estableció que el referéndum debía ser un ‘fair test’ y una ‘decisive expression’ de la voluntad de la sociedad escocesa sobre el asunto, evitando un galimatías confuso.
Por otro lado, en el paso dado por Cameron no sólo late esa naturalidad con que la democracia británica es capaz de aceptar la expresión de la voluntad mayoritaria, sino también, si se me permite exagerar la idea, su repugnancia por el ‘modelo español’: un modelo que va concediendo más y más autonomía en un proceso sin fin para encontrarse al final… con la reivindicación de la independencia. Es ese modelo el que se ha pretendido evitar en Gran Bretaña, y por eso es totalmente congruente la oferta de una mayor autonomía fiscal que han hecho los unionistas en los últimos días a los escoceses: si votáis mayoritariamente por la unión habrá más autonomía, pero sólo sobre la condición de que primero votéis la unión. Porque si está clara la voluntad mayoritaria de vivir juntos, entonces podremos cambiar el sistema fiscal. Justo en el orden contrario al de aquí, y con un planteamiento mucho más acertado en mi opinión.
En el fondo, el caso escocés (junto con el anterior dictamen del Tribunal Supremo de Canadá) implican que un nuevo paradigma político se está abriendo paso en el anterior dogma de la indisolubilidad estatal, todavía con carácter de excepción para situaciones fuertemente enquistadas, pero con la fuerza del ejemplo convincente: y ese paradigma dice que la voluntad mayoritaria de la sociedad afectada es uno de los datos que debe ser testado y conocido para tratar democráticamente ese problema. Uno de los datos, no el único, pero sí uno de ellos. Y contra esta idea convincente de poco vale tildar a Cameron de bobo. La cuestión es un poquito más compleja, democráticamente hablando, que esa idea ramplona de que las elecciones, o los referendos, sólo se convocan por un gobernante cuando sabe que los va a ganar.
La otra cuestión que, vista desde la distancia peninsular, llama poderosamente la atención es una que sin embargo no suele ser nunca mencionada entre nosotros, probablemente porque los nacionalismos hispanos no son capaces siquiera de ser conscientes de ella. Estriba en la diferente naturaleza que ha mostrado el nacionalismo escocés con su apelación exclusiva a valores societarios y no étnicos, y se la podría resumir de una forma plástica así: si yo fuera escocés, aunque fuera unionista, no tendría ningún miedo a un futuro gobierno escocés independiente. Podría pensar que la situación económica empeorará, que Escocia sola será más débil que Escocia integrada, que el proceso de unidad europeo saldrá muy tocado por la división de uno de sus miembros, podría pensar muchas cosas… pero desde luego no tendría miedo al comportamiento futuro del gobierno escocés con respecto a sus ciudadanos. Estaría seguro que respetaría mis libertades individuales tanto como el actual. Estaría seguro de que no se dedicaría a ‘construir’ con medidas perfeccionistas e impositivas una ‘sociedad escocesa’ culturalmente diversa de la actual, que no se le impondría a nadie una lengua adicional, ni se enseñaría a sus hijos una Historia distorsionada, ni se establecería una doble clase de aspirantes al empleo público y semipúblico, la de los escoceses pata negra y los otros. La independencia pondría una raya en la tierra, aquí Escocia y allí Inglaterra, pero no pondría carga ni sombra alguna sobre mi individualidad o la de mi familia. Y es que Escocia fue la cuna de la Ilustración europea (Smith, Hume, Fergusson), y eso se nota.
Bueno, … pues eso. Que ahí está la más radical diferencia del proceso escocés con el catalán o el vasco. Pues a cualquier ciudadano no nacionalista de aquí le asusta (por decirlo suavemente) una hipotética independencia. Y no le asusta porque se trace de pronto una raya sobre el Ebro y se diga aquí Euskalherria y allá España, sino que le asusta porque él personalmente pasaría a depender en exclusiva de un gobierno nacionalista y sin el contrapeso del poder de fuera, de un gobierno cuya proclamada misión en la tierra es la de construir personalmente a sus ciudadanos de manera que se amolden todos al arquetipo establecido, un nacionalismo que en parte hasta ayer mismo ha considerado lícito hacerlo a tiros y bombas y hoy todavía considera que puede hacerlo democráticamente mediante las leyes. Lo que nos diferencia al final de Escocia es que aquí hay miedo a lo que haría un gobierno independiente. Y allí no.