La política lingüística, la de los nacionalistas o vasquistas, da por sentado que el bilingüismo es un objetivo natural, por lo que no requiere justificarse sino con invocaciones retóricas de tópicos. Sin embargo, estamos ante una gigantesca operación de ingeniería social, con muy altos costes personales, emprendida sin un examen teórico de su legitimidad.
(En torno a ‘Babel o barbarie’, de Patxi Baztarrika. Alberdania, Irún, 2010)
“Los debates sobre la lengua son como los chicles. Al principio entretienen; luego, por más que se mastique, nada, insipidez. Y al final, cuando uno quiere deshacerse de ellos, se pegan y no hay manera de quitárselos de encima” (F. Ovejero Lucas).
Este comentario razonado (y espero que también razonable) sobre el libro de Patxi Baztarrika no se refiere a su contenido completo, que viene a abarcar una amplia exposición de la vigente política lingüística del Gobierno vasco. En el libro se incluyen muchas cuestiones diversas, atinentes al cómo, el dónde, el cuándo y el para qué de esa política pública a favor de la construcción de un bilingüismo simétrico y equilibrado en la sociedad vasca, muchas de ellas de elevado contenido técnico. Pues bien, de todas esas diversas cuestiones, este comentario se centra en una sola, la del porqué de esa política, y pretende hacerlo desde un punto de vista normativo. Lo cual significa que lo que intenta es examinar la justificación democrática de esa política bilingüista o, lo que es lo mismo, su legitimidad.
Aurelio Arteta señaló hace ya años que “la primera y más crucial cuestión a la que debe responder toda política lingüística es la del porqué” (1). Y esa pregunta sólo puede intentar responderse desde los parámetros del Derecho y de la Filosofía políticos, que son las disciplinas que se ocupan de los títulos de legitimidad en lo relativo a la política práctica. Es curioso señalar, sin embargo, que sólo muy recientemente se han comenzado a ocupar de esta cuestión los filósofos de la política (2).
La política que nos gobierna, la de los nacionalistas o vasquistas, da por sentado que el bilingüismo es un objetivo poco menos que natural en la sociedad vasca, que es un objetivo que va de soi y que por tanto no requiere para justificarse sino de unas cuantas invocaciones retóricas a la identidad, la historia, la cohesión social y demás tópicos borrosos de uso corriente. Y, sin embargo, vista objetivamente, la política lingüística que se practica hoy y ahora entre nosotros consiste en una tan gigantesca operación de ingeniería social, y además, una operación con tal altos costes personales, que sorprende que se haya emprendido sin un examen teórico de su legitimidad y, sobre todo, sorprende que no suscite esa cuestión crítica de la justificación una vez puesta en práctica. Porque de lo que se trata de nada menos que conseguir que algo así como el 70% de la población vasca adquiera una nueva lengua, la particular del 30% restante. Que el monolingüismo quede borrado de la realidad vasca y toda la población se convierta en bilingüe. “Se acabó el monolingüismo porque todos deberán renunciar a él”, dice Baztarrika (pg. 427). Y eso a pesar de que ese 30% ya posee la lengua del 70% en cuestión, es decir, de que ya existe una lengua común a todos los vascos. Con lo que resulta que la gigantesca operación de ingeniería social no se fundamenta en necesidades comunicativas –que son las propias a que atienden las lenguas- sino en necesidades exclusivamente simbólicas o identitarias. Por otro lado, una tal operación (dada la distancia estructural entre ambas lenguas) entraña dificultades notables para los afectados y, por ello, requiere de políticas ciertamente invasivas y coercitivas sobre las personas: pues sólo creando un complejo sistema administrativo de limitaciones, premios y sanciones a todos los niveles se puede conseguir que la mayor parte de la población participe en ese cambio y se someta al deseo diseñado desde arriba.
Intervencionismo relevante, afectación sensible de ámbitos propios de la personalidad individual, objetivos realmente insólitos, todo ello parece que debiera ir acompañado de un profundo debate sobre la validez democrática de las razones en su apoyo.
Y, sin embargo, no es así. Ni en la élite política que la ha decidido, ni sobre todo en el ámbito universitario que se supone reflexivo y crítico por principio, han generado apenas cuestionamiento o atención las cuestiones de legitimidad. Ésta se ha dado por supuesta, y la reflexión se ha centrado en los aspectos procedimentales de su implantación (el cómo, el dónde y a qué ritmo que antes mencionábamos). Cualquier intento de cuestionamiento, nacido a veces al calor de los problemas y dramas concretos que ha suscitado esa política, se ha soslayado con una simple referencia al carácter legal de la política en cuestión: es la ley emanada de un parlamento democrático la que aprobó esta política, luego no hay lugar a su examen desde los parámetros de la legitimidad –se nos dice-, sino sólo desde los de la conveniencia prudente y pragmática en su aplicación. Curiosa interpretación de la legitimidad democrática ésta, que cree que el mero hecho de haber sido aprobada en un parlamento convierte a una norma en algo excusado de justificación. Sic volo, sic iubeo.
El libro que aquí se comenta, aunque también intenta en ocasiones defender la legitimación de la política sólo por el consenso parlamentario en su aprobación (3), tiene un poco más de vuelo que ese chato y ramplón a que nos tienen acostumbrados nuestros teóricos del bilingüismo. No demasiado, ciertamente, pero intenta por lo menos en sus Capítulos inicial y final aducir razones y valores justificativos de la política lingüística vasca: por ejemplo, la defensa de la diversidad lingüística y cultural, la cohesión social, la libertad, la igualdad. Otra cosa es que lo haga con la profundidad de análisis exigible (más bien no, como veremos) (4) pero el simple hecho de que reconozca que aquella política necesita de ser legitimada en algún valor superior precisamente porque contiene un elevado grado de coerción sobre la conducta individual de los ciudadanos es ya un reconocimiento notable que debe agradecerse al autor (5).
En cualquier caso, y para poder examinar la validez de las razones que aduce este libro dentro de un marco adecuado de comprensión, es preciso ante todo establecer cuáles son los parámetros de la cuestión a la que nos referimos. Es decir, es preciso en primer lugar clarificar qué es exactamente eso que llamamos política lingüística –cualquiera que sea su contenido- y, en segundo, en qué consiste concretamente la vasca actual. Porque sólo describiendo y estableciendo nítidamente y con carácter previo los rasgos de estas dos realidades podremos luego discutir la validez de las razones que se aducen en su defensa.
Vamos a ello entonces.
1) LA POLÍTICA LINGÜÍSTICA Y SUS CONDICIONAMIENTOS
Todo Estado, por el mero hecho de existir, establece una política en materia lingüística. Incluso cuando no lo haga de manera expresa y consciente. No existen Estados sin política lingüística, como a veces parecen soñar algunos ingenuos (o no tan ingenuos) partidarios de algo que llaman la absoluta libertad lingüística de las personas (6).
La razón de la afirmación anterior es clara: el poder público que en la modernidad se encarna en el Estado es un ente sumamente locuaz: el poder público habla, y habla mucho. Y habla a la sociedad. A diferencia de otros sistemas de dominación que han existido en la historia, y que se relacionaban muy escasamente y desde muy lejos con sus súbditos, el Estado actual se relaciona directa e intensamente con sus poblaciones. Lo hace en múltiples aspectos: el Estado es por un lado un sistema de dominación, que regula minuciosamente la conducta en las sociedades a su cargo, hasta en los más mínimos aspectos: basta observar la exuberante inflación normativa que padecemos para comprobar hasta qué punto puede llegar la obsesión regulatoria del poder moderno. Pero el Estado es asimismo un poder dispensador de servicios a los ciudadanos: los Estados del Bienestar actuales proveen a la sociedad de servicios de todo tipo, desde la enseñanza hasta la sanidad, desde las infraestructuras hasta la atención cultural. Pues bien, en ambas condiciones, tanto como poder normativo y como poder munificiente, el Estado debe decidir qué lengua va a utilizar para prestar sus servicios y en qué lengua van a tener que dirigirse a la Administración los ciudadanos si desean ser atendidos. Incluso si se trata de una sociedad monolingüe perfecta (fenómeno que raramente se da en la realidad), el Estado establecerá expresa o implícitamente una lengua de uso oficial que se aplicará ante los extranjeros y los inmigrantes, desde el momento en que no les atenderá en sus lenguas propias.
Y no sólo esto, sino que además el Estado moderno es el locus del conflicto político, el ámbito en que se presentan, se discuten y se resuelven las cuestiones públicas: es un ágora. Y en el ágora se habla en algún idioma si se quiere entenderse y tener influencia. Sin un idioma común es difícil que surja un ámbito discursivo de opinión pública, como lo demuestra negativamente el caso europeo (7).
De esta forma, el Estado es el elemento disruptor esencial en materia lingüística, es el hecho que más fuertemente distorsiona el principio de teórica libertad lingüística de todo ser humano al que gustan de acogerse algunos inadvertidos soi-dissant liberales: estos ingenuos defienden la improbable idea que cada uno debería poder utilizar la lengua de su elección, igual que puede optar por la religión o la falta de religión que prefiera. Reclaman que el Estado sea neutral en la materia. Pero este es un sueño imposible: el Estado no puede ser neutral ante la lengua o lenguas en su derredor, tal como sí puede y debe serlo en materia de creencias religiosas; la Administración tiene que optar necesariamente por una o varias lenguas como cauces de comunicación admitidos en su ámbito y al hacerlo influye sobre la realidad lingüística de la sociedad. Hay, por ello, una total asimetría en la posición del poder público ante la libertad de conciencia o libertad religiosa y la (teórica) libertad de lengua (8). Neutralidad en un caso, intervencionismo inevitable, lo quiera o no, en el otro.
Por otro lado, en sociedades plurilingües como las que constituyen la mayoría de los modernos Estados no es posible, con independencia de los buenos deseos que al respecto proclame un pensamiento políticamente correcto, otorgar a todos los ciudadanos los mismos derechos lingüísticos. Es decir, otorgar a todos y cada uno de los ciudadanos un idéntico derecho a hablar y ser hablado en su lengua nativa en sus relaciones con la Administración. La absoluta igualdad de derechos lingüísticos es casi siempre sencillamente imposible. En muchos casos, porque la pluralidad lingüística es excesiva y no puede ser atendida de ninguna manera, dado que existen muchos países en cuyo seno se hablan decenas o centenares de lenguas (la mayoría de ellas de difusión diminuta) y ningún Estado podría garantizar a todos los hablantes de todas las lenguas existentes el mismo derecho a usarlas. Sucede así que los derechos lingüísticos, a diferencia de otros derechos morales de las personas, son unos derechos fuertemente contextualizados por la realidad social del entorno en que actúan. O dicho de otra manera, el derecho del individuo en materia lingüística no es un derecho incondicionado como suelen serlo otros derechos de la personalidad, no es un derecho humano en el sentido estándar del término puesto que está limitado por factores arbitrarios (número de hablantes, historia, etc.).
Este principio de la condicionalidad o contextualización necesaria de los derechos lingüísticos (de la teórica libertad lingüística de las personas), que se aprecia más claramente en los casos de plurilingüismo exacerbado, se produce también por razones menos patentes pero igual de inexorables por los propios sistemas de interacción entre lenguas, que hacen que no todas las lenguas sean iguales, por mucho que esta afirmación levante oleadas de indignación entre muchos comentaristas.
Entiéndase bien lo que se acaba de decir, y no en la forma torticera como gustan de hacer los defensores de las políticas multilingües. No se trata de que las lenguas sean desiguales en su capacidad propia o en su estructura interna: todas las lenguas humanas tienen las mismas capacidades potenciales para reflejar y atender adecuadamente las necesidades comunicativas y expresivas de sus hablantes. No hay lenguas por sí mismas superiores e inferiores, lenguas que sean en sí mismas de cultura y lenguas pueblerinas. Y, precisamente por ello, la evolución de las lenguas en la historia y en el mundo no puede ser entendida como si hubiera sido o fuera un proceso darwinista de selección a largo plazo de las lenguas mejores o las mejor adaptadas. Si unas lenguas concretas han llegado a ser centrales o hipercentrales en el mundo actual, mientras que otras son habladas por cada vez menos personas, ello no se debe en absoluto a un proceso de selección en el que se hubieran ido cribando a lo largo de los siglos las lenguas más capaces, o más útiles, o más ricas. Tal idea es una patente mala comprensión del proceso de evolución y simplificación de la pluralidad lingüística (9).
Y, sin embargo, hay que insistir en que las lenguas no son iguales sino esencialmente desiguales: basta extender nuestra vista en derredor para comprobarlo: el 85% de la humanidad habla en sólo 15 de las más de 6.900 lenguas que existen en el mundo. De esas 6.900 lenguas, nada menos que la mitad (3.500) son habladas sólo por menos de 10.000 personas (y 1.500 lenguas por menos de mil personas sin que en muchos casos lleguen al centenar) (10). El 96% de las lenguas del mundo son habladas por menos del 4% de su población.. Pretender ante esta realidad que son iguales una de esas quince lenguas centrales y una de las habladas por menos de mil personas, que son iguales por ejemplo la lengua inglesa y la lengua bretona, es un puro retorcimiento de la realidad. Son iguales en muchas cosas (sobre todo en su capacidad para servir de cauce de expresión entre ellos a sus poseedores) (11) pero son profundamente desiguales en otra: en su capacidad para servir de medio de comunicación a las personas en general. Una permite comprenderse con muchas personas en muchos países, la otra sólo con unos pocos y en un solo lugar. Y esta es una diferencia que no atañe sólo a la cantidad, como pudiera parecer a primera vista, sino que afecta a la calidad misma de la lengua (12). Porque si la lengua es fundamentalmente un sistema de comunicación interpersonal (13), el hecho de que una determinada lengua permita comunicarse con más gente, lo hace por ese sólo dato un sistema mejor. Igual que la radio o la televisión son sistemas de comunicación mejores que el grito o el tambor: porque permiten comunicarse con más gente. O una autopista sea mejor cauce para el desplazamiento interterritorial de las personas que una senda de montaña. Para un sistema de comunicación, la capacidad cuantitativa de establecer comunicación eficaz determina su calidad (14). Luego las lenguas no son iguales, en la realidad humana, en su aspecto más relevante, el comunicativo (15).
Hay muchos sociolingüistas que, aún reconociendo este hecho, lo atribuyen a una cruda injusticia histórica: según ellos, han sido los poderosos, los conquistadores, los imperios, los que han impuesto a las sociedades conquistadas o dominadas sus propias lenguas y, al hacerlo, las han ampliado extraordinariamente con respecto a las lenguas de los dominados. “Al menos en cierta medida -escribe precavidamente Patxi Baztarrika- cabe atribuir la vida y la muerte de los idiomas a la dialéctica entre opresores y oprimidos” (16). Parece una visión muy simplista y reduccionista de la historia y de las relaciones de la humanidad dentro de ella. La historia no consiste sólo en procesos violentos de conquista y dominación, por mucho que esta visión complazca a tantos espíritus ingenuos y moralistas modernos; ni siquiera ocupan la parte más importante de la historia. Los procesos de interrelación humana han sido en general mucho más complejos y pacíficos que los de la guerra y la influencia de unas sociedades sobre otras, han adoptado cauces más sutiles que los de la pura y simple imposición. Pero, incluso si así hubiera sido, incluso si la desigualdad de las lenguas fuera fruto de una injusticia, nada significativo cambiaría en la realidad: las lenguas existentes en el mundo son desiguales en su capacidad comunicativa que es tanto como decir que son esencialmente desiguales. Y, desde luego, sus hablantes actuales no pueden ser injustamente tratados por el hecho de que antes lo hubieran sido sus antepasados: una injusticia sobre un muerto no se arregla con una injusticia sobre un vivo (17).
Aunque de hecho no ha sido así. Los sociolingüistas modernos han establecido, en este sentido, que la evolución de las relaciones interlingüísticas obedece a patrones bastante obvios. La gente siempre ha optado por ampliar su competencia lingüística adquiriendo otra nueva de acuerdo con un patrón constante: buscando que la nueva tuviera una mayor capacidad de comunicación que la anterior, un mayor potencial lingüístico. Este un patrón de cambio que equivale a un proceso autoguiado que a veces se compara con el del mercado smithiano. La búsqueda de la utilidad particular en los intercambios (la mano invisible) sería aquí la búsqueda de la mayor capacidad comunicativa. La comparación no es totalmente exacta y la utilizan sobre todo los que quieren dar al proceso un tinte peiorativo al asimilarlo al puro y simple mercado capitalista. Lo que más distingue a ambos procesos es que en uno de ellos la ganancia de uno puede ser la pérdida del otro (el mercado es globalmente efectivo como sistema de interacción pero individualmente puede generar resultados no equitativos), mientras que en la interacción lingüística nadie pierde: pues nadie se queda sin lengua, todos tienen lengua a lo largo del proceso, al principio y al final. Se cambia de lengua, pero no se pierde la capacidad comunicativa sino que se incrementa. Naturalmente, quienes asimilan el proceso de intercambio lingüístico con un mercado alegan que en aquél efectivamente unos pierden su lengua nativa mientras que otros la conservan, de forma que existe una injusticia distributiva. Pero esta idea sólo puede sostenerse si se acepta previamente que la diversidad lingüística es en sí misma un bien, de forma que cambiar a otra lengua es un mal por sí mismo (una pérdida), una idea que no se sostiene como más adelante veremos.
Lo más característico de la pauta de intercambio lingüístico es su increíble fuerza, derivada del hecho de que posee todas las características de los procesos de tipo red: economías de escala, externalidades de red, refuerzo positivo, retroalimentación, etcétera. Es algo similar al proceso que se produce cuando se atraviesa un bosque: puede que inicialmente existan varias sendas para hacerlo, pero una vez que la gente comienza a utilizar una de ellas con preferencia, ésta se amplía, se asegura, se convierte en camino. Y cuanta más gente la usa, más interés existe en usarla porque mejor es el camino. Es lo mismo que sucede cuando se adoptan instrumentos de medida o monedas comunes: cuanta más gente los adopta más beneficio obtienen sus usuarios por estar en su red, incluso si no son conscientes de ello (18).
¿A qué viene este intermedio sobre el intercambio lingüístico? Simplemente, hemos tratado de señalar dos cosas. La primera, que la desigualdad entre las lenguas no obedece sólo al hecho de que unas las hablen muchas personas y otras pocas, sino que hay que añadir a esa desigualdad el del potencial lingüístico de cada una de ellas, que no es igual. La segunda, que existe un patrón de interacción entre las lenguas que puede considerarse como normal o autoguiado por la propia naturaleza de éstas de consistir fundamentalmente en puros sistemas de comunicación. Y ambos datos, de nuevo, influyen y mucho en las opciones de la política lingüística del poder público. No se puede hacer una política lingüística que desconozca estos hechos: que desconozca que no todas las lenguas son iguales, y que los intercambios entre lenguas obedecen a patrones propios que no pueden ser arbitrariamente manipulados.
Digámoslo claro: la política lingüística no consiste, en último término, sino en repartir desde el gobierno los derechos lingüísticos entre las personas que forman una sociedad. No entre las lenguas, puesto que las lenguas son objetos y no sujetos de derechos. Cuando el poder público establece cuál o cuáles serán los idiomas oficiales de un país está estableciendo que los hablantes de esos idiomas los podrán usar en sus relaciones públicas, es decir, que tienen derecho a ser atendidos en ese idioma. Y los hablantes de lenguas que no sean reconocidas, carecerán de esos derechos lingüísticos. De manera que la decisión sobre la lengua o lenguas oficiales son decisiones estrictamente distributivas, que deben ser enjuiciadas precisamente desde los parámetros de la justicia distributiva. Cuando el Estado establece un idioma oficial, atribuye a sus hablantes un derecho lingüístico e impone a sus no hablantes una obligación o carga lingüística, la de aprenderlo. La política lingüística distribuye derechos y cargas entre la población, ni más ni menos.
Sería bello un mundo en el que todas las personas tuvieran los mismos plenos derechos lingüísticos, pero ese es un mundo utópico e imposible. Antes hemos mencionado una causa de esa imposibilidad: el plurilinguismo exacerbado de muchos países; pero hay otras que afectan incluso a un país monolingüe. El Estado no puede, aunque quiera, reconocer un pleno derecho lingüístico por ejemplo a los inmigrantes que recién ingresan en su ámbito político. Puede reconocerles con más facilidad derechos de ciudadanía pasado un plazo, pero difícilmente podrá reconocer a priori que todos los ciudadanos procedentes del extranjero tengan derecho a usar su propio idioma para dirigirse a la Administración, o derecho a recibir enseñanza en su idioma. Serán ciudadanos de pleno derecho, pero carecerán de derechos lingüísticos propios. O lo que es lo mismo desde otro punto de vista: no pueden otorgarse iguales derechos lingüísticos a todos, sino sólo en la medida en que ello es fácticamente posible (es el carácter fuertemente contextualizado de los derechos lingüísticos que ya mencionamos antes).
El ideal normativo en esta materia, tal como lo expone Eerik Lagerpetz, es el de que el Estado otorgue derechos lingüísticos iguales a todas las personas pero sólo en tanto en cuanto sea viable hacerlo. Cuando es viable otorgar a las personas el derecho a usar su propia lengua, debe otorgárseles ese derecho. Pero cuando no es viable el hacerlo, por lastimoso que resulte para los ecolinguistas, ese derecho de uso no existe. Aunque ello conduzca probablemente a la desaparición de esa lengua a la larga.
Naturalmente que desde un punto de vista utópico siempre sería posible otorgar derechos lingüísticos plenos a todos, incluso a los inmigrantes o miembros de lenguas diminutas. Pero no vivimos en la utopía sino en la realidad: hay un problema de costes sociales implicados en esa armonía plena. Al resto de los ciudadanos no se les puede exigir soportar unos costes desmesurados o irrazonables para atender el interés de unos pocos. Esto es lo que quiere significarse cuando se establece la condición de “viabilidad” a la concesión de plenos derechos lingüísticos: que los costes a soportar por los demás ciudadanos no sean irrazonablemente gravosos para conseguir que unos pocos puedan usar su lengua nativa. Lo cual significa que cualquier política lingüística está tan fuertemente condicionada o contextualizada por lo que es o no es viable en la sociedad de que se trate que no puede establecerse en esta materia casi ningún principio regulativo general o abstracto que no sea el anterior. Una política lingüística solo puede enjuiciarse una vez examinada la concreta realidad lingüística del país en que se practica (19): negar a unos ciudadanos la enseñanza infantil en la lengua propia puede resultar injustificable en unos casos (en un país con una pluralidad reducida, caso normal europeo), pero puede estar plenamente justificado –incluso obligado- en otros (un país con centenares de idiomas diminutos, caso frecuente en Asia y África).
Sentado lo anterior, veamos más de cerca la realidad lingüística vasca y sus características.
2) POR QUÉ BABEL NO ES LA METÁFORA ADECUADA
El mismo Joshua Fishman, patriarca de la sociolingüística y conocido defensor de las lenguas minoritarias, ha llamado la atención sobre la plétora de imaginería visual en que incurren sus defensores con demasiada frecuencia al tratar de la diversidad lingüística. Las lenguas suelen así considerarse como “animales fabulosos” que luchan entre sí, que triunfan, que dominan, que sobreviven o agonizan, que practican el canibalismo (la llamada “glotofagia”), y que mueren … como si fueran organismos vivos. Y ha señalado que este exceso revela normalmente una debilidad teórica en quienes incurren en el abuso de la imaginería sensible y sentimental: “donde la teoría es débil, florecen las metáforas”, ha dicho (20).
Traemos a cuento esta llamada de atención de J. Fishman porque se aplica muy bien al libro de P. Baztarrika que comentamos, incluso por partida doble: primero porque su tesis justificativa está construida, ya desde su propio título, sobre la explotación de una metáfora muy concreta, la de Babel. Segundo, porque precisamente esa metáfora es la que peor se adecúa a la realidad que pretende substituir en el discurso, es decir, a la realidad lingüística vasca actual. De manera que en el trabajo comentado hay un doble abuso: el de utilizar más la metáfora que la teoría, más la analogía que el análisis, a la hora de justificar una política lingüística concreta. Y, además, el de seleccionar una metáfora descriptivamente errónea e inadecuada para ese fin. Con lo que el resultado de ese doble error es que el discurso justificativo llega a ser, como veremos, contradictorio con lo que pretende justificar.
Babel es el mito clásico, tomado del Génesis bíblico, utilizado desde antiguo para describir metafóricamente la diversidad lingüística existente en el mundo. Y si tradicionalmente ha merecido una valoración más bien negativa, congruente con la estructura de significado del propio mito (Jehová, lo dice el Génesis, pretendía crear entre los humanos una confusión comprensiva tal que les impidiese colaborar eficazmente entre sí), hoy en día, a partir del giro culturalista en la comprensión del multilinguismo provocado por el romanticismo herderiano y sus derivados comunitaristas y nacionalistas, su valoración se ha vuelto positiva. Babel es una bendición –se dice- porque es el que crea la diversidad, y la diversidad es un bien porque se adecua armónicamente a la misma esencia humana (estos de “bendición” y de “esencia humana” son términos que tomamos literalmente de la obra comentada, pp. 50 y 43 (21)).
Pero dejando por el momento de lado la valoración del mito, examinemos previamente su adecuación a la realidad que pretende substituir en el discurso: ¿acaso es babélica la realidad sociolinguística vasca? La respuesta es patentemente negativa: entre los vascos existe una lengua común de conocimiento universal (22) que garantiza en todo caso la comprensión entre ellos, lo cual deja excluida a priori la posibilidad misma de una confusión babélica entre personas. La diversidad que existe entre ellos afecta sólo al hecho de que algunos, además de la común, hablan otra lengua adicional. No existen dos o más comunidades lingüísticas separadas como en Bélgica o Suiza, que no se entienden entre sí, sino una población dividida entre monolingües y bilingües que tiene en todo caso garantizada su más eficaz intercomunicación mediante la lengua común a todos (como sucede en otros muchos países europeos tal como Francia o el Reino Unido). Su diversidad lingüística es entonces muy particular.
Bien, podría argüirse, no se tratará realmente de un caso de perfecta adecuación al mito babélico, pero guarda alguna relación con él, de manera que traerlo a colación no es un error. No lo juzgo así, y creo que lo más grave de la inadecuación se pone de relieve en cuanto nos fijamos en qué consiste realmente esa política lingüística vasca que pretende atender a esa realidad no babélica. Porque esa política no pretende simplemente mantener la diversidad preexistente (conservar las dos lenguas existentes), sino algo profundamente diverso: pretende hacer universal la diferencia mediante la conversión de los monolingües en bilingües, de manera que en un futuro próximo todos los vascos sean bilingües. Universalizar una diferencia particular es tanto como convertirla en hecho común o, lo que es lo mismo, hacerla desaparecer. Y, en efecto, la política lingüística vasca lo que persigue es hacer desaparecer toda diferencia lingüística entre los vascos y uniformarlos a todos en el bilingüismo perfecto. No es una política de la diversidad, sino una política de la uniformidad. No es una política lingüística de defensa de la variedad, sino una de asimilación lingüistica. Sorprendente, ¿no?
Con todos los respetos, y sin que con ello pretenda establecer una comparación más allá de lo estrictamente expresado, la actual política lingüística vasca coincide con la política que defendió y practicó el franquismo durante cuarenta años: la de uniformizar a todos los vascos en su locuacidad. En el caso del franquismo, esa uniformidad se buscó mediante la creación de un monolingüismo español perfecto, en el actual mediante un bilingüismo no menos perfecto. En ambos casos lo perseguido es la uniformidad social no la diferencia o diversidad internas. La diversidad se persigue, claro está, por respecto al exterior, al resto de España, con la que se pretende mantener una diferencia nítida, pero por respecto a los individuos que forman la sociedad vasca lo que se busca deliberadamente es su uniformidad.
Pues bien, si existe un mito en las Sagradas Escrituras que verdaderamente se corresponda con ese diseño de la política lingüística vasca actual no es desde luego el de Babel, sino el de Pentecostés que narran “Los Hechos de los Apóstoles”. En efecto, en él se nos describe el caso milagroso de la infusión del don de las lenguas en la persona de los apóstoles, que a partir del momento de la venida del Espíritu comienzan a hablar todas las lenguas existentes entre la multitud reunida en Jerusalén para la fiesta judía. En Babel se creó la diversidad lingüística a nivel social, pero cada individuo recibió una sola lengua (bilinguismo social); en Pentecostés fueron los individuos concretos los que recibieron la diversidad de lenguas /bilinguismo personal). La diferencia es radical.
¿Qué trascendencia tiene esta desviación metafórica? Enorme, a nuestro juicio. Por eso entendemos que no se trata ni mucho menos de un caso de pobreza metaforeadora (es decir, poética) o de mala construcción literaria, sino del empleo deliberado de la metáfora clave propia de la política de la diversidad o diferencia para (mal)describir y (mal) justificar una política de la uniformidad. Gracias al “cambiazo” de metáforas puede P. Baztarrika utilizar a favor de la actual política lingüística vasca todo el pesado y prestigioso argumentario de los defensores de la diversidad (y sobre todo, toda la simpatía que suscita hoy la diversidad en el público), cuando en buena lógica debería tenerlo en su contra. Porque, lo repetimos una vez más, la política gubernamental actual no persigue conservar la diversidad existente entre los vascos, sino eliminarla y hacerlos así uniformes entre ellos.
En realidad, esta es una situación en la que los nacionalistas (y más en general los comunitaristas) recaen una y otra vez con carácter general cuando predican “políticas de la diferencia” en las sociedades complejas y mestizas modernas. Porque la diversidad que se reclama hacia fuera del grupo se convierte en uniformidad en su interior. Porque para mantener una diferencia de carácter grupal se hace necesario a estos autores predicar su generalización para todos los individuos que componen el grupo. Y así, terminan por practicar políticas severamente uniformista y asimilacionistas, aunque invocando como argumento en su favor la política de la diferencia.
Es bastante claro que la política “Pentecostés” requiere de una seria justificación. Porque en el mito original se trataba de un milagro hecho por Dios, y hecho a título gracioso (como todo milagro) sobre una comunidad unida en su fe. Pero en la realidad actual, la “infusión” de la lengua la lleva a cabo un gobierno humano, sobre una comunidad no fideísta, y además no es gratuita sino que implica severos costes individuales y sociales.
Hecha la anterior advertencia sobre el “cambiazo” de metáfora y de justificación en que incurre P. Baztarrika, veamos sin embargo y por mor de agotar la cuestión la validez de los argumentos de los defensores del multilingüismo que arguyen que éste es un bien social que debe conservarse.
3) LA DIVERSIDAD LINGÜÍSTICA COMO BIEN SOCIAL
Para poder considerar la diversidad lingüística como un bien con relevancia moral, de forma tal que pueda justificar las políticas destinadas a conservarla, incluso cuando éstas políticas imponen cargas y restricciones a la libertad de los ciudadanos, son precisos dos pasos analíticos que sus defensores suelen (llevados por su entusiasmo) ahorrarse. En primer lugar, sería preciso demostrar que la diversidad lingüística es un caso particular de la más general diversidad cultural; en segundo, que la diversidad cultural es por sí misma un bien desde un punto de vista moral. Sólo así podría estar justificada, inicialmente por lo menos, una política pública coactiva o restrictiva en apoyo de la diversidad lingüística (sujeta todavía al requisito posterior de la ponderación de la razonabilidad entre el valor del bien buscado y el valor de los derechos sacrificados).
Conviene observar que en este punto, de nuevo, los defensores del multilingüismo incurren también en un abuso de las imágenes, las comparaciones y las analogías, abuso que pretende tapar sus propias carencias discursivas y analíticas. Se pretende substituir el razonamiento con imágenes simpáticas e intuitivamente convincentes. El libro que comentamos es un perfecto ejemplo de ello, pues ya desde la cita de José Miguel de Barandiarán que aparece como proemio a su texto, incurre una y otra vez en la más difundida de las analogías: la de equiparar la biodiversidad con la diversidad cultural, y derivar de esta equiparación las conclusiones más directas: ¿Cómo podría suceder que lo que es bueno para las especies vegetales y animales, la diversidad, no lo fuera para la especie humana y sus culturas y lenguas? (pg. 47). Cuando la conservación de la biodiversidad se ha convertido casi en un imperativo ético en las sociedades actuales, ¿cómo no sería igual de necesario para el bien de la humanidad conservar la diversidad cultural? Estar a favor de la diversidad lingüística es tan obvio hoy en día como ser ecologista (23). Incluso la UNESCO ha proclamado que la diversidad cultural humana es análoga a la biológica y debe ser protegida y conservada (24). Es una idea que tiene un fuerte aire superficial de ser plausible y lógica, y que apela al sentimiento de culpa del occidental moderno.
Pues bien, y a pesar de todo ello, lo cierto es que la analogía entre la sociedad humana y los organismos naturales es patentemente errónea a poco que se examine de cerca, por mucho que la consideración de la sociedad como un organismo haya sido la metáfora preferida del pensamiento conservador desde el siglo XVIII. El mundo natural está poblado por organismos o entes no morales, entre los cuales no existe regla autónoma alguna de conducta salvo que entendamos por tal la búsqueda instintiva de la supervivencia. El mundo de los seres humanos está en cambio constituido por seres morales que se guían por consideraciones distintas de la sola supervivencia. En el mundo natural no tiene sentido plantearse si está bien o mal que una especie devore a otra; en cambio, en el mundo humano es obligado planteárselo. La humanidad no es un jardín poblado de plantas y flores, como decía Barandiarán, pues si así fuera no habría problema ninguno en cortar las flores que quisiéramos y nuestra conducta estaría guiada sólo por la estética, y no por la ética (25).
Biodiversidad y diversidad cultural son cuestiones profundamente diversas porque atañen a mundos distintos, y confundirlas entre sí no aclara sino que obscurece el razonamiento sobre el valor moral de la diversidad cultural (26).
Por otro lado, los defensores de la diversidad lingüística y cultural en general incurren en una particular mala comprensión de la historia de la humanidad en esta materia, construyendo con ello un relato justificativo de su postura que arranca de asunciones plenamente falsas. Patxi Baztarrika, de nuevo, no es una excepción: nos relata, en este sentido, cómo “la evolución de la humanidad es la historia de una merma constante de diversidad lingüística” (pg. 31). De forma que partiendo de un inicio obscuro en que se dice que existieron millares de diversas culturas y unas 20.000 lenguas, la historia habría ido reduciendo progresiva y aceleradamente esa diversidad y llevando al mundo hacia la uniformidad. La evolución conocida de la humanidad sería así un proceso unidireccional desde la diversidad hacia la uniformidad. Por lo que, si no hacemos algo, acabaremos en un mundo en que los seres humanos serán individuos uniformes troquelados por una única cultura. Así contado el proceso, es difícil resistirse a la llamada a favor de la lucha por conservar la diversidad. Un futuro de humanidad-hormiguero suena realmente horrible.
Sucede, sin embargo, que este minirelato no es en absoluto exacto. La evolución de la humanidad ha sido en realidad un proceso un poco más complicado que ése. La humanidad ha conocido en realidad un primer movimiento desde la uniformidad primitiva de unos pocos seres a la diversidad de culturas al repartirse aquellos por el mundo y aislarse en comunidades adaptadas a su medio. Pero a partir de cierto momento histórico, más o menos con la aparición de los primeros imperios agrícolas, la diversidad comenzó a su vez a reducirse por efecto del contacto interhumano y apareció un segundo movimiento: el que va de la diversidad simple de las comunidades primitivas a la uniformidad compleja de las sociedades modernas (27). Puesto que, en efecto (y esto es algo que los cantores de la excelencia de la diversidad cultural parecen no querer ver) las sociedades modernas son sí mucho más uniformes entre sí que las comunidades antiguas, pero son también infinitamente más complejas en su interior. En ellas existe una plétora tal de diferencias sociales y personales entre esferas, roles y estatus que las personas individuales son muchísimo más diferentes entre sí que en las sociedades tradicionales. En las sociedades antiguas, tan diversas entre ellas, no existía casi diversidad interna. En las modernas sucede lo contrario, que aunque cada vez se asemejan más entre sí globalmente, generan una diversidad interna fuera de toda escala con las anteriores.
No es cierto, por ello, que la globalización conduzca al empobrecimiento humano por el hecho de que las diferencias culturales se borren o atenúen (28). Lo que sucede es que la mayor riqueza humana que permiten las sociedades complejas no se basa ya en diferencias entre grupos culturales cerrados de base territorial, sino en diferencias intersubjetivas e intergrupales. “La cultura no es ya lo que era” decía irónico Clitford Geertz, y la diferencia tampoco podíamos añadir nosotros. Es decir, no existen ya las culturas como esferas separadas o mónadas aisladas, como las pensó la primera antropología. Lo que existen son sociedades mestizas y complejas en las que las identidades culturales se asemejan al cielo nublado: no se sabe dónde termina una nube y empieza la siguiente, pero hay infinitas nubes.
Hechas las anteriores precisiones vayamos al núcleo de la cuestión, que anunciamos al principio de este apartado.
En primer lugar, aunque la asociación entre lengua y cultura parece intuitivamente estrecha y evidente por sí misma, no es tan fácil de probar como parece y, cuando se intenta probarla, esa asociación se vuelve elusiva. La hipótesis de cuño romántico de que cada lengua representa una visión del mundo distinta y determina el marco conceptual con el que piensan sus hablantes está ampliamente desacreditada en los medios académicos. Entre lengua y cultura no existe una relación causal necesaria. Sociedades con lenguas diversas comparten prácticamente los mismos rasgos culturales básicos, mientras que otras con lengua común presentan una gran separación cultural. Y además, las identidades existentes en la sociedad moderna se construyen sobre infinitamente más elementos que los puramente culturales, de manera que reducir la identidad a lo cultural es malcomprenderla: unos profesionales liberales, católicos y burgueses que ejercen en España y Reino Unido comparten muchos más rasgos identitarios comunes que los que les unen a las capas más proletarias de sus sociedades respectivas, hablen la lengua que hablen (29).
En segundo, la diversidad cultural es un hecho moralmente neutro, carece de relevancia ética en sí misma considerada (30). Toda persona precisa para desarrollarse un marco cultural de integración y referencia: es decir, que “somos” cultura, esto es algo evidente (31). Pero que la existencia de diferencias más o menos profundas entre esos marcos de referencia sea en sí mismo algo moralmente positivo es una afirmación que, por muy simpática que suene, no hay forma de justificar. ¿Por qué razón habría de ser moralmente valiosa la diferencia entre las culturas, cuando éstas son hechos empíricos producidos por la necesidad histórica, unos hechos que se imponen a los nacidos dentro de ellas, cuando se trata de hechos no elegidos ni queridos sino derivados de la necesidad? Las culturas son en sí mismas hechos en bruto, y resulta ser una opinión plenamente infundada (aunque muy común) la de atribuir valor a lo que existe por el solo hecho de existir (la llamada falacia naturalista que denunció ya David Hume).
Wilhem V. Humboldt (32) (cuyas ideas influyeron mucho en las de J.S. Mill) defendió la diversidad cultural como condición de posibilidad para la construcción de seres humanos de rica personalidad (Bildung). La diversidad cultural poseía así un valor utilitario para el ser humano moderno, puesto que era precisamente la diferencia entre culturas y civilizaciones la que creaba un ambiente rico en variedad en el que la persona podía encontrar ideas y estímulos diversos para ser más plenamente persona, para construirse más completamente. Esta idea, sin embargo, no supera la prueba de su contrastación con la realidad empírica actual: las sociedades monoculturales pueden producir seres humanos muy ricos en carácter, lo vemos de continuo, mientras que otras transidas de diferencias de esa clase reducen a sus integrantes a la pobreza humana. Y es que la personalidad no necesita forzosamente de una concreta clase de diferencia para desarrollarse, sino sólo del derecho efectivo a poder ser diferente. Y en el mundo actual no hace falta poseer muchas lenguas para poder encontrar materias y motivos para ser diferente.
Afirmar que la diferencia lingüística genera por sí misma riqueza humana es una afirmación que cualquier vasco de hoy puede comprobar que es positivamente falsa. ¿Serían más ricos los vascos bilingües en términos humanos sólo por el hecho de hablar otro idioma? ¿Somos más pobres en términos humanos los monolingües? ¿Hay alguien de verdad dispuesto a sostener tal afirmación? ¿Le parece fundada al lector? Por otro lado, y dado que entre nosotros está en marcha una obra de ingeniería social que está convirtiendo en bilingües a generaciones de niños de procedencia cultural monolingüe, si el aserto fuera cierto debería poderse observar empíricamente una diferencia de desarrollo y riqueza humana intergeneracional: pero sería absurdo efectuar un estudio de este tipo, siendo como es evidente que la infusión de una nueva lengua no ha modificado el carácter de los seres humanos afectados. Seamos serios, la riqueza o la pobreza de los seres humanos en términos de desarrollo de la personalidad depende hoy de tal miríada de factores diversos (de los cuales la competencia y riqueza lingüística es uno, claro está) que atribuir esa importancia al plurilingüismo carece de sentido.
De lo anterior se deduce que, analizada de cerca y en detalle, no se sostiene la idea de que la diversidad lingüística es en sí misma un bien, ni menos aún que pueda llegar a justificar por sí misma la imposición de algún tipo de restricción a la libertad de los ciudadanos o constricción de conducta en forma de cargas u obligaciones.
Insisto, la de la diversidad es una idea simpática y políticamente correcta, que parece intuitivamente valiosa. Pero cuya fuerza normativa es nula, porque carece de cualquier valor moral por sí misma. Como dice Habermas, las culturas y la diversidad cultural pertenecen al ámbito de la facticidad: no se pueden dotar de normatividad por arte de magia.
De lo cual se deduce que podemos pasar a examinar los otros títulos que Baztarrika propone como suficiente justificación para una política lingüística que restringe la libertad individual, porque el examinado no da para eso.
4) LA MENCIÓN (IMPROBABLE) DE LA “COHESIÓN SOCIAL”
Este es otro de los títulos de justificación del bilingüismo que nuestro autor menciona frecuentemente: la cohesión social. Una cohesión que –según él- quedaría perjudicada o disminuida en el caso de que los vascos siguiéramos dividiéndonos en monolingües y bilingües como es nuestra situación actual. Si todos somos bilingües, la sociedad vasca resultará más cohesionada (33).
El argumento es difícil de discutir porque parte de un concepto muy borroso como es el de la cohesión social, cuyos componentes concretos y cuyos índices de medición no se precisan en absoluto. No se aportan datos acerca de la cohesión social de diversas sociedades ni de cómo se mide esta propiedad, ni de si existe algún estudio sobre la influencia de la diversidad lingüística en la mayor o menor cohesión social de un grupo humano. En realidad, la cohesión social se utiliza más como idea intuitiva y banderín de enganche que de una forma seria.
El marco más propio para este tipo de planteamientos, si buscamos un poco de seriedad, sería el que ha proporcionado el polémico artículo de Robert Putnam, “E pluribus Unum” (2.007) sobre la (presunta) influencia negativa de la diversidad cultural o étnica en el capital social y la confianza ciudadana de un grupo determinado y su conclusión de que la diversidad compromete la solidaridad entre los miembros de la sociedad (34). Esta conclusión ha sido rebatida, por lo menos para los casos europeo y canadiense, mediante estudios demostrativos de que el capital y la confianza sociales dependen fundamentalmente de la historia de la sociedad afectada y su grado de desigualdad económica (la estructura socioeconómica es mucho más importante que las diferencias culturales). La diversidad no es obstáculo a la solidaridad social si se vive con interacciones normalizadas entre las personas que componen los grupos diversos y no existe segregación ni desprecio grupal. Y ese es el caso de la sociedad vasca, en la que la diversidad lingüística no es vivida como un problema distanciador y el grado de interacción es prácticamente idéntico entre todos los ciudadanos sean o no bilingües.
Naturalmente que podría argüirse que el mero hecho de que el sector bilingüe reclame del monolingüe su cambio idiomático es una prueba de que esa diferencia es un factor de descohesión o un problema social. Pero eso sería tanto como hacer argumento de la cuestión, que haría en definitiva que la propia demanda de una política fuese su justificación suficiente.
Ahora bien, incluso dejando de lado estos problemas de validación empírica del argumento, su valor ético es más que dudoso. Pues no se ve bien qué tipo de valor es ése de la cohesión social (35). En efecto, cuando se menciona una mayor libertad, o una mayor justicia, o una mayor redistribución pública, o un mayor bienestar, como componentes de la cohesión social final, se está haciendo referencia a valores identificables y con un estatus ético definido. Pero la cohesión social por sí sola no es identificable con ningún valor, sino una resultante empírica de otros muchos, y de otras circunstancias arbitrarias no controlables. Y, precisamente por ello, la cohesión social sola no puede argüirse como fin válido para justificar una política de coacción pública o de privación de otro derecho básico a los individuos. Es posible, por poner un ejemplo, que la cohesión social y política aumentase si todos los inmigrantes en España se convirtieran al cristianismo (en realidad es una idea bastante antigua por respecto a los propios autóctonos, desde los Reyes Católicos). Pero dudosamente ese aumento cohesivo justificaría violar el derecho a la libertad de conciencia. Lo mismo sucede con la imposición del bilingüismo: que incluso si aumentase la cohesión social de los vascos, no justificaría por sí misma el privarles de su libertad lingüística (36).
José María Ruiz Soroa, julio de 2010