Ignacio Camacho-ABC

  • Más allá del fracaso del actual ministro, la crisis ferroviaria empezó en la sospechosa etapa de Ábalos y sus amigos

El caos ferroviario del pasado fin de semana fue accidental: un hombre que se arrojó a las vías y un tren vacío descarrilado y atascado en medio de un túnel. Factores imponderables, aunque luego Renfe y Adif tratasen como suelen, es decir, sin tacto ni miramientos, a los miles de pasajeros varados. Lo que sucede es que no hay semana, a veces ni día, en que el sistema no sufra por una u otra causa un colapso. Que la red de alta velocidad ya no es digna de su nombre porque sus otrora fiables tasas de puntualidad se han venido abajo. Que la de media distancia y la de cercanías se han convertido en un calvario de averías, bloqueos y retrasos. Que las estaciones son un aparcadero de usuarios amontonados y el personal de atención al público no da abasto para organizar el desbarajuste cotidiano. Que se ha vuelto imposible adivinar la hora en que salen o llegan los trenes programados. Y que la normalidad de un transporte público esencial, estratégico, ha reventado en medio de una aparatosa cadena de estragos a lo largo de los últimos cuatro años.

El ministro Puente, que aterrizó en el cargo hace once meses, no es el único responsable; el problema viene de bastante antes, en especial desde que la entrada de operadores privados saturó las infraestructuras y el fin de la pandemia disparó exponencialmente la demanda de viajes. Pero ni ha logrado aminorar el desastre ni su actitud desafiante, cuando no provocadora, contribuye a calmar ánimos ni a encontrar soluciones a un deterioro cada vez más frecuente y más grave. A menudo da la sensación de que sus prioridades consisten en confrontar con la oposición y armar ruido en las redes sociales, como si se sintiera obligado a parecerse todo el rato al personaje bronco y pendenciero que construyó en la sesión de investidura de Sánchez. Reprobado por las dos Cámaras parlamentarias y rechazado incluso por los socios gubernamentales, el contumaz fracaso de su gestión le obliga a apartarse.

Más allá, sin embargo, de la incapacidad del actual equipo, no parece en absoluto casual que el origen del conflicto esté en el Ministerio –y en la época– donde se residencian los principales escándalos de corrupción que asedian al Ejecutivo. La descomposición ferroviaria coincide en el tiempo con los espurios tejemanejes de Ábalos, Koldo y su trama de comisionistas amigos, lo que como mínimo permite sospechar una clara desatención a la efectividad del servicio, precipitado desde entonces por una pendiente de fallos, incompetencia y desprestigio. El coste de la venalidad no es sólo económico y político; tiene consecuencias directas sobre la funcionalidad del aparato administrativo. Y si en general la pulcritud gestora no es una característica del sanchismo, hay motivos para pensar en un vínculo entre aquel fehaciente descuido de los intereses generales y el inicio de este crítico descalabro operativo.