Europa dice que va a vigilar de cerca esto del ministerio de la Verdad que persigue Sánchez, pero aquí en Celtiberia sabemos que el sanchismo es capaz de disolver a Von der Leyen como ya ha hecho con Arrimadas, mudita ahora con la reinmersión legal del polaco, el vascuence, el berciano y otras florituras plurinacionales.
Las pataletas de Trump no son consuelo de nada, que cuando nos dijeron que éramos un Estado fallido tenían razón: el esperpento empezó con un bolso en el Congreso de los Diputados y ha acabado en esto: en que Iván Redondo y un exlocutor de Gran Vía 32 nos digan qué hay que decir sin que nadie regule al regulador.
Hubo unos años en que el carnet de prensa, la papela, era sagrada: una suerte de inmunidad para aparcar en el Madrid preMadrid Central y orinar en los hoteles donde el Íbex se encontraba a sí mismo y nos decía cosas bajo la atenta mirada de las Segrelles.
Ahora el periodista que hace prosillas es sospechoso, quizá porque hubo otro tiempo antes de la pandemia en que nos burlamos de lo de la tesis de Sánchez y erramos el foco: nadie podría prever que el embuste llegaría tan alto.
Si no hubiera tantos muertos sin nombre y sin cifras, si Simón no hiciera realismo mágico y calentorro con las curvas y las faldas de las enfermeras -el colectivo que más ha sufrido la Covid-19-, nos descojonaríamos con esto del ministerio de la Verdad: pero por medio andan Monedero y Echenique como comisarios políticos del relato y, contra eso, no hay nada que hacer ni guerra cultural que se le pueda dar a un mono con dos pistolas. Así del tuiter a lo de Ana Rosa y vuelta a lo mismo.
El columnista que es uno, confinado y releyendo el espléndido Madrid de Andrés Trapiello, espera, en la mañana de otoño, que el ministerio de la Verdad lo recoja en una furgoneta rumbo a las tapias del pensamiento único: allá arriba, junto a la fuente fría.
Silencio y pájaros cantando, como quería el poeta…