Ignacio Camacho-ABC

  • Marlaska es un ejemplo del razonable pesimismo que conviene albergar cuando un hombre valioso se convierte en político

El nombramiento de Grande-Marlaska fue uno de los esperanzadores signos que hicieron que el primer Gabinete de Sánchez fuera bautizado como ‘el Gobierno bonito’. Aunque el adjetivo contenía un reproche oblicuo, pues daba a entender que el presidente había elegido a sus ministros como una especie de ‘atrezzo’ decorativo para otorgar respetabilidad a su enfoque propagandístico. Marlaska, que venía del Consejo del Poder Judicial (a propuesta del PP, menudo ojo clínico) traía en todo caso una trayectoria impecable como magistrado, caracterizada por su empeño en la protección de los derechos efectivos y por un decidido y valiente compromiso en la persecución del terrorismo. Su nombramiento era un aval cívico de prometedora independencia para el nuevo Ejecutivo. Por eso la decepción posterior está a la altura de las expectativas que había promovido; su gestión es una prueba del razonable pesimismo que conviene albergar sobre un hombre valioso cuando se convierte en político.

La lista de desengaños es larga para un mandato aún corto. Va desde las continuas contradicciones en los conflictos migratorios hasta la orden de ‘monitorizar’ (sic) en los periódicos y redes sociales los comentarios o mensajes incómodos. Desde el derribo de puertas a patadas hasta la benevolencia penitenciaria con los monstruos etarras que él mismo persiguió en su otra vida de juez riguroso. Pero todo eso, siendo grave, parece accesorio ante la persecución arbitraria desencadenada contra el coronel Pérez de los Cobos, un arrebato de soberbia o de abuso de autoridad que lo sitúa al límite de la prevaricación, es decir, de la resolución injusta dictada a propósito contra un servidor público que se resistía a incumplir los códigos de la obligación legal, del deber moral y del decoro.

El agravante de la mentira al Parlamento, acreditada por la aparición de un documento interno, sería motivo suficiente para que abandonase de inmediato el puesto. Más allá de eso, la sentencia de la Audiencia Nacional -de cuya plantilla de togados fue miembro- lo inhabilita ética y políticamente para continuar en el Ministerio. No dimitirá, por descontado, porque el sanchismo no acepta derrotas ni reconoce contratiempos, pero ha perdido, y él sabrá si le merece la pena, lo que le quedase de crédito. Su salto a la política no sólo ha malversado su encomiable autonomía de criterio; ha arruinado su imagen y convertido a un juez decente en un pésimo gobernante, capaz de recurrir al atropello autoritario y a las excusas más vulgares. Si se aprecia a sí mismo debería recoger sus papeles y tratar de resucitar al Marlaska de antes, al jurista aplaudido por su honestidad y su coraje. Y admitir que el cargo le viene grande -aunque sea un juego de palabras demasiado fácil- y que para estar al servicio de Sánchez se necesita un cinismo que queda por encima de sus posibilidades.