José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Que los policías recurran a la calle para ser escuchados es inquietante, y atribuirlo a que las derechas los manipulan es una deriva más de Grande-Marlaska
La reforma de la ley mordaza, que es la de seguridad ciudadana que aprobó el PP en 2015, ha motivado —fue el pasado 27 de noviembre— una inédita manifestación de policías, incluidas las autonómicas y las locales, a la que asistieron representantes del PP, Vox y Ciudadanos. Por razones de fondo y forma no es demasiado entendible que los partidos políticos con representación parlamentaria se unan a estas expresiones de protesta porque ellos están para atender las demandas de los funcionarios en el Parlamento y no en el asfalto.
Es preocupante la mala manía callejera de la derecha que pierde con esa pulsión una dimensión institucional que los ciudadanos exigen. Pero de ahí a suponer que “la extrema derecha y la derecha quieren manipular a la Policía”, como declaró ayer Grande-Marlaska en ‘La Vanguardia’, va un trecho que no hace sino subrayar la impotencia del responsable de Interior. Y es muy antiestético cuando él ha estado tan próximo al Partido Popular hasta sus sorprendentes nombramientos en los gobiernos de Sánchez.
Es cierto que las reformas que el Gobierno plantea en la Ley de Seguridad Ciudadana no son derogatorias como se ha dicho, pero sí incisivas. Hubieran merecido una explicación directa del ministro del Interior a los sindicatos policiales, una reflexión interna en los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, una consulta con los gobiernos autonómicos de los que dependen policías integrales —País Vasco y Cataluña— y con la Federación de Municipios y Provincias en lo que afecta a las policías locales. Nada de esto se ha hecho.
Fernando Grande-Marlaska, demostrando que el Ministerio del Interior no encaja con sus habilidades, se mueve políticamente en la clandestinidad y con salidas tan desafortunadas como la de este miércoles en el periódico catalán en las que recurre a modo de refugio semántico “a la derecha y la extrema derecha” como causa de todos sus males.
Lo cierto es que entre sus encontronazos con mandos de la Guardia Civil —casos de Pérez de los Cobos y de Sánchez Corbí, entre otros—; su gestión en la devolución de menores desde Ceuta a Marruecos, asunto todavía abierto y sin resolver, cuestionada por la Justicia y la oposición; su imperturbabilidad ante las recepciones festivas a los etarras excarcelados que dicen ahora que no repetirán, utilizando un lenguaje inaceptable al denominar los crímenes de la banda como “acciones de nuestra militancia del pasado”, y la famosa tanqueta policial que apareció en las manifestaciones de trabajadores del metal en Cádiz, y por la que la vicepresidenta segunda le reclamó explicaciones, son todos temas que le han desarbolado.
De entre las reformas previstas en la llamada ley mordaza, algunas son delicadísimas y cuestionables. La presunción de veracidad de los atestados policiales deviene como consecuencia de su condición de funcionarios públicos, así que no hace falta puntualizarlos con la adjetivación de que sean “lógicos”, “coherentes” y “razonables” porque eso ya lo hará en su caso el juez competente y, alternativamente, esas exigencias elementales hacen presumir que los agentes, en vez de atestados, podrían redactar relatos ilógicos, incoherentes e irrazonables. Es una previsión que rezuma desconfianza.
La retención de un ciudadano no identificado exige por lo general, para hacerlo, más de las dos horas que prevé la reforma frente a las seis que contempla la ley vigente. Y eximir a unas inespecíficas manifestaciones “espontáneas” del deber de comunicarlas a la respectiva delegación del Gobierno se puede convertir en una habilitación encubierta para eludir cualquier tipo de control.
El ejercicio de las libertades debe ser pleno y, para que lo sea, reclama límites porque, de lo contrario, unas colisionan con otras. Es razonable, en consecuencia, una buena normativa que entienda democrática y constitucionalmente el concepto del orden público, pero, para que esas normas funcionen, han de estar bien estudiadas y depuradas. Por ejemplo, que la cuantía de las multas esté en relación con el nivel de renta del sancionado es un contradiós jurídico. Por esa regla de tres, ¿por qué no aplicar el nivel educativo a efectos de graduar la punición de los delitos en el Código Penal?
En todo este debate, el ministro del Interior está ausente y sin voz. Y cuando habla —como ayer— yerra en el mensaje. Sánchez tuvo ocasión de sustituirle en la crisis de junio y no lo hizo para utilizarlo como fusible. Lo está haciendo. A todo eso debe añadirse que Grande-Marlaska mantiene unas casi inexistentes relaciones con la ministra de Defensa, Margarita Robles, de la que orgánicamente depende la Guardia Civil en su vertiente de Instituto Armado.
El ministro del Interior debe ser un referente constante de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado como lo ha sido el ‘conseller’ catalán del ramo, Joan Ignasi Elena, que ha logrado equiparar la edad de jubilación de la Policía autonómica a la de los cuerpos nacionales. Un ejemplo que va más allá de la anécdota porque Grande-Marlaska no ha conseguido la que sería también una justa equiparación salarial de los funcionarios policiales bajo su dependencia.
«Sánchez tuvo ocasión de sustituirle en la crisis de junio y no lo hizo para utilizarlo como fusible»
En su momento tampoco alzó la voz para denunciar lo que el Tribunal Superior de Cataluña ha sentenciado: que los miembros de las FCSE fueron discriminados respecto de los Mossos de Escuadra en la vacunación, infringiéndose así el artículo 14 de la Constitución que establece el principio de igualdad. A nada de eso se refiere en sus declaraciones de ayer en un medio especialmente idóneo para hacerlo.
Y una reflexión final: es desalentador —y en muchos ciudadanos causa inquietud— que los funcionarios policiales se manifiesten en la calle. Pueden hacerlo porque les ampara la Constitución y las leyes. Pero que tengan que recurrir a la protesta pública para que sus reivindicaciones sean escuchadas es un problema político que concierne e interpela directamente al responsable de Interior y al Gobierno en su conjunto que presume de lo que carece: capacidad de diálogo.