Juan Carlos Girauta-ABC
- El paso siguiente solo podía ser el que advertimos los conocedores del percal: romper las alianzas territoriales con el PP. Las continuas contraprogramaciones en Madrid han sido el principal indicador de una deslealtad que finalmente se ha mostrado en toda su crudeza
Esos que se han puesto a cuartear poder con el ánimo de los jugadores de ventaja lo hacen encaramados al cadáver de lo que fue un partido intachable. Situados frente al tapete verde, sientan sus posaderas, sin el menor respeto, sobre un acervo moral lleno de sacrificios personales, renuncias familiares, riesgos, señalamientos y represalias sociales. Escupen en el cáliz que apuramos en su día un grupo de ciudadanos catalanes porque había que romper la espiral del silencio, nombrar lo innombrable, desafiar la hegemonía de un nacionalismo que iba cobrando tintes totalitarios. Del mismo modo creímos después que valía la pena extender al conjunto de España nuestra visión de la Nación común, que se había forjado, fuerte y aguda, al fuego de un entorno tan hostil. España era la garantía de nuestros derechos y libertades. No estábamos dispuestos a verla languidecer entre la degeneración institucional y las connivencias con quienes la deseaban débil para mejor quebrarla. Fue un espíritu decididamente regenerador, del que ya no queda nada, lo que representaban nuestras siglas.
No es extraño que lo viéramos antes que nadie algunos de los que conocíamos la maquinaria por dentro, las reservas mentales y las motivaciones últimas de aquellos que tomaron las riendas tras la dimisión de Albert Rivera. Algo que carecía de sentido político porque, como han demostrado los hechos, sin Rivera Ciudadanos no iba a ser más que una gestoría, una oficina de intereses. Menos se entiende que no lo vieran los obligados a verlo cuando el noble partido debelado empezó a ofrecerse como apoyo incondicional (las supuestas condiciones eran humo) de una autocracia favorable a indultar a los golpistas, comprometida con la extrema izquierda, consagrada a fabricar antagonismos y apuntalada hasta por Bildu. Bajo la excusa de la pandemia y el manto buenista de ‘la mano tendida’, tragó con las arbitrariedades sin cuento de un estado de excepcionalidad que amordazaba al Parlamento, ninguneaba al Rey, convertía los medios públicos en aparatos de burda propaganda y pervertía los plazos del estado de alarma para sustraer al Gobierno de cualquier control. Tan servil se mostró la gestoría ante el presidente Sánchez que este pudo permitirse toda suerte de desprecios, sin que se alterase un ápice la demencial estrategia del ‘aquí nos tiene para lo que haga falta’.
El paso siguiente solo podía ser el que advertimos los conocedores del percal: romper las alianzas territoriales con el PP. Las continuas contraprogramaciones en Madrid han sido el principal indicador de una deslealtad que finalmente se ha mostrado en toda su crudeza. La fase de rupturas recién iniciada se vale, naturalmente, de argumentos de legitimación. Y luego está la verdad. Los argumentos más genéricos nos hablan de la inconveniencia de apoyar solo a la derecha, y los comprarán quienes trabajan -desde el sector que sea- a favor de la hegemonía absoluta de la izquierda. Ya tienen todo el imaginario; ahora van a por todas las instituciones. En los gobiernos a desestabilizar está el propio Cs, ignorante de su responsabilidad y de lo que es un acuerdo. Sembrar más inestabilidad en el actual escenario significa cualquier cosa menos sensatez. No sé qué asombra más de este centro temerario: su recurso a un mecanismo de excepción como la moción de censura (¡desde dentro!) para alzarse con presidencias autonómicas, o que no tengan el menor empacho en provocar un conflicto institucional en Madrid desde la presidencia de la Mesa de la Asamblea. Jugada que puede desmontarse por reducción al absurdo: si prosperara, los presidentes quedarían inhabilitados en la práctica para adelantar elecciones.
Situada en el mismísimo centro de la nada, esa gestoría que suplanta al noble partido caído encarna ahora la deslealtad. Pero, sin necesidad de conocerlo por dentro, tal deriva era perfectamente previsible: su mimetización con el discurso vacuo y posmoderno de la política despolitizada auguraba lo peor. Y la oleada de mociones de censura desencadenada con su primer movimiento de ficha en Murcia, al normalizar lo excepcional, consagra la figura del navajero político.
Desistan los que atacan a Cs por su supuesta incoherencia. Para pedirle a alguien conformidad consigo se requiere que ese alguien posea unos principios previos a los cuales deje de atenerse. Quien carece de principios no puede ser coherente ni incoherente, es un chimpancé con una escopeta. Aclaro, por si acaso hiciera falta, que la falta de principios afecta a quien está cabalgando el caballo muerto. No al partido en sentido formal, que sobre el papel los tiene, pues vienen plasmados en un ideario que, mira por dónde, resulta ser el que defendí y gané en su último Congreso. Dicho de otro modo: si usted quiere creer que Cs está vivo como partido político, tome su ideario como baremo… y entonces sí, denuncie la incoherencia flagrante, la contradicción pasmosa y la traición imperdonable.
Coda melancólica
Fue hermoso mientras duró. Me asaltan los recuerdos, será la edad. Los años de trabajo apasionante, el cansancio dichoso y pleno al llegar al estudio de Malasaña, cincuenta metros cuadrados. La cocina que nunca usé. Los domingos por la noche en Atocha, no necesitar escoltas como en Barcelona. Juré la Constitución. Si no cree profundamente en lo que hace, en su sentido, la vida de un diputado de provincias tiene que ser espantosa. Salvo que no tenga donde caerse muerto, en cuyo caso debe parecerle un chollo ese incómodo trajín. La calle Espíritu Santo a medianoche. ¿Sirvió de algo? No. ¿Mereció la pena? Sí, claro que sí.