Xavier Pericay-Vozpópuli
- “La lengua de la República es el francés”. Con eso ha bastado. Con eso, y con el precedente español
Las Cortes Constituyentes de la Segunda República española tuvieron mucho cuidado, al elaborar su Constitución, en dejar atado y bien atado el asunto de la lengua. Ya fuera por convicción, ya fuera porque le habían visto las orejas al lobo, aprobaron el 9 de diciembre de 1931 un texto en el que no había grieta alguna por donde los nacionalismos vasco y catalán pudieran imponer, allí donde señoreaban, una lengua regional. El artículo 4º de aquella Carta Magna, aparte de establecer que el castellano era “el idioma oficial de la República”, indicaba que “salvo lo que se disponga en leyes especiales, a nadie se le podrá exigir el conocimiento ni el uso de ninguna lengua regional”. Y el 50, además de afirmar que las regiones autónomas podrían “organizar la enseñanza en sus lenguas respectivas, de acuerdo con las facultades que se concedan en sus Estatutos”, especificaba lo siguiente: “Es obligatorio el estudio de la lengua castellana, y esta se usará también como instrumento de enseñanza en todos los Centros de instrucción primaria y secundaria de las regiones autónomas. El Estado podrá mantener o crear en ellas instituciones docentes de todos los grados en el idioma oficial de la República”.
Establecía que en Cataluña sólo el catalán debía tener la condición de idioma oficial y, en consecuencia, de lo que hoy denominaríamos “lengua vehicular” y entonces recibía el nombre de “instrumento de enseñanza”
Decía más arriba que ese blindaje podía deberse a la convicción de los propios constituyentes o al temor que les infundieran en aquel arranque de década las pretensiones de los nacionalismos regionales más o menos separativos. O a lo uno y a lo otro, claro está. Es cosa sabida que el modelo de Estado que aquellos republicanos llevaban en la cabeza y aspiraban a implantar en España era el del país vecino. O sea, el de la República Francesa. Y en el ordenamiento legal de esta república poco margen tenían las lenguas regionales –vasco, catalán, occitano, bretón–, por no decir ninguno. El francés era la lengua de la Nación. Y punto. Pero es que, por otra parte, estaban el lobo y sus orejas, esto es, el nacionalismo catalán. A comienzos de agosto de aquel 1931 se había aprobado en Cataluña en referéndum, por una abrumadora mayoría, el llamado Estatuto de Núria. Y aquel texto que jamás llegó a aplicarse –toda vez que en su tramitación en las Cortes, ya entrado 1932, fue cepillado con un rigor y una eficacia infinitamente mayores que los que Alfonso Guerra se atribuiría a sí mismo y a sus congéneres socialistas en 2006, con otro Estatuto y en otras Cortes– establecía que en Cataluña sólo el catalán debía tener la condición de idioma oficial y, en consecuencia, de lo que hoy denominaríamos “lengua vehicular” y entonces recibía el nombre de “instrumento de enseñanza”. De ahí que su tramitación se pospusiera hasta que la Constitución fuera aprobada y de ahí también que esta última incluyera en la parte del articulado referida a las lenguas y a la enseñanza unos diques de todo punto infranqueables.
Naufragio en el Constitucional
Sobra decir que los constituyentes de 1978 no hicieron nada parecido. Se limitaron a establecer que “el castellano es la lengua española oficial del Estado” y que “todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”, un deber y un derecho que ya figuraban también en la de 1931. Y así nos ha ido. Tras más de cuatro décadas de vigencia de nuestra Carta Magna, en una parte nada despreciable del territorio nacional no existe de facto otra lengua institucional y de uso en la enseñanza que la lengua regional respectiva. Y lo que es peor: cuantas apelaciones se han hecho al Tribunal Constitucional (TC) para que ampare el legítimo derecho de cualquier ciudadano a utilizar el castellano en sus tratos con la Administración y a reclamar para sus hijos una enseñanza en el idioma oficial del Estado han sido en vano.
Tal vez por ello la reciente decisión del Consejo Constitucional de la República Francesa –el equivalente a nuestro TC– de suprimir dos artículos de una ley de lenguas aprobada por la Asamblea Nacional el pasado 8 de abril haya producido en no pocos ciudadanos españoles tanta admiración como envidia. De una parte, por su prontitud: 43 días ha tardado el Alto Tribunal francés en pronunciarse. Pero, sobre todo, por la naturaleza misma de uno de estos artículos, que legitimaba la práctica en la enseñanza de la inmersión lingüística en una lengua regional, lo cual contravenía, a juicio del Consejo, el artículo 2 de la Constitución de la V República. Y agárrense: ¿saben qué dice ese artículo en relación con lo que aquí nos ocupa? Pues, simplemente, que “la lengua de la República es el francés”. Con eso ha bastado. Con eso, y con el precedente español. Porque lo ocurrido en España en estas últimas décadas, y de forma singular en Cataluña durante la que acabamos de cerrar, no ha pasado inadvertido en Francia. Tanto el nacionalismo catalán como el vasco tienen asiento en el país vecino. Y no se trata de cebarlos, ni de hacerles la vida más cómoda. El lobo es aquel mismo lobo de los tiempos de la Segunda República, si acaso más crecido y envalentonado. Y esas orejas que han asomado últimamente amenazando la integridad de la Nación española son también aquellas mismas orejas. Y, en fin, una cosa es que nosotros, al permitir lo que hemos permitido, hayamos hecho gala de un candor y una cobardía sin par, y otra muy distinta que nuestros vecinos vayan a comportarse del mismo modo. ¡Buenos son ellos!