Juan Carlos Girauta-El Debate

  • La burguesía catalana llevó al poder a Miguel Primo de Rivera, cirujano de hierro. Su impulso lo ilustra una despedida multitudinaria en la Estación de Francia, esa maravilla de la arquitectura. Del hierro, como Primo

No sé por qué les quieren tanto, por qué les consienten todo, por qué se humillan ante ellos una y otra vez. Me resulta raro utilizar la tercera persona del plural (no en el que quiere, consiente y se humilla sino en el querido, consentido y humillante). Antes habría empezado la columna con un «no sé por qué nos quieren tanto». Pero ya no pertenezco a ese nosotros que no se entiende más que en catalán, y ni siquiera en su traducción literal (‘nosaltres’), sino en un verbo escalofriante que repele a la lengua española: el verbo transitivo ‘nostrar’, que significa hacer nuestro. Pero hacer nuestro de una manera obscena, sin que la obscenidad se denuncie. En los años sesenta se ‘nostrava’ la canción italiana con Rita Pavone grabando sus éxitos en catalán. Usted no advertirá en ello nada de particular. Lo había. ‘Nostrar’ las cosas, ‘nostrar’ incluso a Dios (que era catalán en las misas infantiles que recuerdo y equivalía a los bosques de Cataluña) ya anunciaba lo que venía: la reanimación del catalanismo finisecular. En absoluto lo aplastó el franquismo, como sostiene la leyenda de los que ignoran la historia.

La burguesía catalana llevó al poder a Miguel Primo de Rivera, cirujano de hierro. Su impulso lo ilustra una despedida multitudinaria en la Estación de Francia, esa maravilla de la arquitectura. Del hierro, como Primo. No pocas estirpes con posibles donaban sus joyas al bando nacional. Juan Goytisolo narra en sus memorias cómo muchas familias bien, instaladas durante la contienda en Viladrau, besaban las botas de los soldados del bando sublevado al pasar en su tramo final hacia Barcelona. Más franquistas les hizo que el caudillo les devolviera las fábricas confiscadas por los anarquistas, y que se ajusticiara a los chequistas que habían asesinado a sus parientes religiosos. Más franquistas aún, (pero ya interiormente) cuando la SEAT se instaló en Barcelona, cuando la primera autopista de España permitía a mi familia ir de Barcelona a San Juan de Vilasar (hoy Vilassar de Mar, mi única añoranza) por la mejor vía de España pagando un peaje que, en mi infancia, constituía una diversión: arrojar las monedas por la ventanilla en una cesta.

El proteccionismo mantuvo al textil catalán a salvo de la competencia inglesa. Franquistas con fundamento pues, pero siempre ‘nostrant’ (gerundio). Como si el favor se lo hiciéramos nosotros a España. Muerto Franco, su gran benefactor, y definido el camino, el mayor nostrador, que también era el mayor ladrón y el más retorcido, devino President. Cataluña olvidó a Pla, a Foix, a Dalí, a Espriu y a cualquier espíritu catalán grande para que solo luciera un comercial con ínfulas. Luego se ha seguido empeorando. Hoy son (tercera persona) un pueblo en decadencia que ha destrozado su bella lengua vernácula y ha olvidado su literatura y su historia para descender a hinchada del Barça. Aún así, misterio, siguen engañando al resto de los españoles a base de victimismo y chantaje. Y España se deja. Es acojonante.