Hoy, después de veinticinco años de hegemonía nacionalista, todo el terror que ETA ha metido en el cuerpo, y la concepción en medios artísticos e intelectuales de lo carca que es España, resultaría realmente excepcional que el nacionalismo vasco no fuera atractivo.
Ahí sigue en la esquina de Ercilla con Moyúa la efigie de José Antonio Aguirre con su paraguas plegable. Me fijo en él cuando paso y recuerdo las voces de los jubilados diciendo que no puede ser, que en aquella época no existían aquellos paraguas. Sigo dándole vueltas al tema, casi me obsesiona, es un misterio. Si la figura del lehendakari me atraía antes, a partir de su anacrónico paraguas me obsesiona. Tengo que resolverlo.
El atractivo de José Antonio Aguirre es evidente. Existió tal benevolencia hacia él por parte de los republicanos, un desmedido agradecimiento porque en 1936 se quedara en su bando y presidiera un Gobierno de concentración, que hizo olvidar al abominable Sabino Arana, resultando nuestro primer lehendakari querido y admirado. Así, las generaciones posteriores a la guerra consideramos el nacionalismo como algo meritorio, se perdonó el pacto con los fascistas italianos, la consecuente rendición de Santoña. En general, nos llegó el nacionalismo vasco con una imagen atractiva, progresita incluso, puesto que se enfrentó a la rebelión militar y fue subversivo durante los cuarenta años de la dictadura, aunque ese papel le tocara en gran medida a ETA.
Para colmo, se nos destacaron aquellas versiones de Indalecio Prieto próximas al nacionalismo, la inauguración junto a Aguirre de la avenida de Maciá (hoy Lehendakari Aguirre), que abrió un giro de entendimiento con éstos después de sus conspiraciones con monárquicos y carlistas. Sus escritos a favor del Estatuto de inspiración foralista y sus buenas relaciones durante la guerra civil. Lo paradójico del caso es que los nacionalistas nos decían que si entraron en una guerra entre españoles fue porque no les quedó más remedio, que Prieto no fue nada amable y se encargó al principio de la República de lanzarle los guardias de asalto, que, además, les acusó de querer crear un Gibraltar vaticanista -lo que les sentaba muy mal, porque era cierto-. A los nacionalistas nunca les gustó Prieto, quizás porque hizo todos los esfuerzos por entenderles.
Lo que no se nos recuerda ahora de la figura de don Inda es que amenazó con dimitir del PSOE cuando en 1942, ya con la esperanza de la victoria aliada, le presentaron en México sus compañeros de partido guipuzcoanos un proyecto hacia la autodeterminación de Euskadi. Por ahí no pasó el conciliador y liberal don Inda, en un gesto dramático de valor cuando tan nostálgico estaba de todo lo que había dejado en España y en su Bilbao.
Hoy, después de veinticinco años de hegemonía nacionalista, todo el terror que ETA ha metido en el cuerpo, y la concepción en medios artísticos e intelectuales de lo carca que es España, resultaría realmente excepcional que no fuera atractivo el nacionalismo vasco. Supone un pasaporte a la integración y a la seguridad. Resultaría una estupidez negarse a formar parte de una comunidad claramente perfilada y uniformada, que ampara a sus miembros, hasta a los más criminales, y que permite a cualquiera moverse con soltura y elegancia en los salones nacionalistas frente a los discretos encorvados y huidizos que no ceden por orgullo. Estupidez, ese orgullo, en esta época de pragmatismo.
Gesto vacuo, cuando sólo preocupa sobrevivir sin pensar en las condiciones que creamos para el día de mañana y cuando cada cual lo hace por su cuenta y riesgo sin mirar ni siquiera al vecino. Frivolidad cuando no preocupa que las bases de la convivencia se desmoronen, que todo se crea sólo, como si fuera posible esa consideración, una cuestión de terminología, cuando es demostrable que en este país los términos, los conceptos, han movido montañas. Lo más útil es dejarse asimilar, formar parte, si nos dejan, de la comunidad nacionalista, de la comunidad nacional, y ver si sale un nacionalismo español que le ponga coto. Así dejaremos las peores condiciones para la convivencia democrática. Al fin y al cabo, si no le puedes vencer únete a él. Otra cosa es que te deje, porque toca a menos.
Desesperado ante el misterio del paraguas, el otro día me acerqué a la escultura, palpé su paraguas plegable y pude descubrir que si era tan corto es porque unos desaprensivos lo han serrado. Y recordé que yo lo había visto largo y con una larga puntera. Ha llegado el Día de los Inocentes.
Eduardo Uriarte Romero, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 30/12/2004