FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • El expresidente chapotea como nadie en las turbias aguas de la nueva política emocional, y se maneja con destreza en los siempre peligrosos espacios de la victimización y la conspiración

¿Ha sido bueno haber llevado a Donald Trump a juicio por el caso Stormy Daniels? El tiempo lo dirá, pero por lo pronto lo ha vuelto a catapultar al centro del escenario político. Vuelve a ser el centro de atención y, lo que es peor, su partido se ha puesto de forma casi unánime de su lado y es difícil que alguien se le enfrente en las primarias a la presidencia. Por lo pronto lleva un 25% de ventaja sobre Ron de Santis, uno de los pocos que parecen atreverse a hacerle frente. Que un partido conservador, el destinatario de prácticamente todo el voto evangelista, apoye en esta cuestión a un presunto adúltero da que pensar (lo lógico es que desearan aclararlo); que lo haga después de lo que vio medio mundo con el asalto al Capitolio, el fundamento de las otras posibles imputaciones pendientes, ya es aterrador. Significa poner en la picota las bases mínimas del Estado de derecho y el propio alma de la cultura legal americana, la más marcada seña de identidad de su democracia. Tomen nota, uno de los dos grandes partidos de Estados Unidos no cree en las reglas de juego —cuando no le benefician, claro— y está dispuesto a arrastrar por el fango la credibilidad de las instituciones con tal de hacerse con el poder.

Es, en efecto, espeluznante. Más aún considerando la calaña del personaje, un rebelde de su propia causa, mentiroso y narcisista patológico, cuya trayectoria profesional ha estado siempre además bordeando la ley cuando no incumpliéndola directamente. ¿Cómo se explica este misterio? Recurrir al hiperpartidismo y la polarización puede calmar nuestra ansiedad por buscarle una causa. O aludir al pánico de la mayoría blanca ante la amenaza del sorpasso demográfico por parte de otras minorías. O a los sesgos de la epistemología o la moral tribal que tanto predominan en esta política posverdad. Creo, sin embargo, que todo esto quizá pueda explicar el porqué de tan amplio seguimiento popular, lo que sigue siendo una incógnita es el de su propio partido. Sobre todo, después de lo que se sabe de él tras su tormentosa presidencia. ¿Por qué están dispuestos a sacrificar su democracia, a jugar incluso con la idea de una potencial guerra civil o la desestabilización definitiva del orden geopolítico internacional volviendo a entregar el poder a quien ni siquiera sabe enhebrar varias frases con sentido?

Con todo, nuestro error siempre ha sido subestimarlo. Chapotea como nadie en las turbias aguas de la nueva política emocional, y se maneja con destreza en los siempre peligrosos espacios de la victimización y la conspiración. Ante él, la razón se rinde. El discurso racional no puede hacer pie allí donde es ignorado, donde las consignas y las afirmaciones sin correspondencia con la realidad aniquilan toda argumentación posible. Lo más aterrador es que personifica una tendencia que comienza a extenderse por todas las democracias, la del demagogo que apaga la luz de la razón y se cree por encima de la ley.