Ignacio Camacho, ABC 22/11/12
Los sujetos colectivos tienden a dejarse seducir por aventuras escapistas cuando se hallan bajo la presión del fracaso.
EL relato independentista ha calado en la sociedad catalana porque en un momento de depresión colectiva ha mostrado a la gente una puerta al sueño de la felicidad. Se trata de una puerta falsa, claro, que da al patio trasero del aislamiento y probablemente de la pobreza, pero la hegemonía del nacionalismo la ha pintado con el seductor trampantojo de un paisaje idealizado como aquel con que los socialistas de Felipe ganaron las primeras elecciones municipales de la democracia: el escenario idílico de un país satisfecho y rico, lleno de escuelas, hospitales y parques floridos, habitado por ciudadanos amables con una eterna sonrisa de orgullo.
El reverso de la España ceñuda, hosca, lúgubre y melancólica, la España zaragatera y triste de Machado, la España ladrona que se queda los impuestos de la laboriosa Cataluña para dárselos a los vagos del Sur. Esa narrativa simplona ha colado y calado entre el absentismo de un Estado complaciente cuya mala conciencia claudicaba ante la deslealtad continua con que los soberanistas han ido construyendo su designio a lo largo de años; un Estado que sólo ha reaccionado, y de manera abrupta y algo atropellada, al darse cuenta de que la marea emocional separatista no era un simple subidón de rauxa contrariada y pasajera sino un estado de ánimo casi irreversible cuajado en el sugestivo molde de una utopía.
El truco ha sido sencillo: los nacionalistas han dibujado en torno a la idea de España un cuadro de catástrofe y han señalado la salida como vía de escape hacia un horizonte nuevo. Aunque el psiquiatra Luis Rojas Marcos insiste en su último libro en que la felicidad habita dentro de nosotros mismos y es en nuestra conciencia donde tenemos que ir a buscarla, los sujetos colectivos tienden a creer en aventuras evasivas cuando se hallan bajo la presión del fracaso.
La secesión tiene capacidad de arrastre no sólo como promesa o señuelo de algo distinto, de un futuro optimista, sino como un camino de ruptura que entraña en sí mismo un desafío de superación y mejora a los que lo emprenden por el solo hecho de atreverse a hacerlo. El Estado, con sus argumentos políticos y económicos, con su prosaica propaganda de unidad en el sacrificio, carece de fuerza emotiva para sobreponerse al potentísimo imaginario de una quimera redentora aunque demuestre que los mesías de la tierra prometida tienen el dinero guardado en las cajas fuertes de Suiza.
El mito de la construcción nacional posee una contrastada intensidad simbólica que el soberanismo catalán ha sabido engarzar con el objetivo de la independencia en el momento exacto, cuando el proyecto español decae debilitado por la crisis y la política cotidiana ha malogrado la esperanza. Más vale no pensar lo que pasaría si alguien fuera capaz de levantar el discurso fuguista de una España autodeterminada: de sus fantasmas, de sus compromisos, de Europa y hasta de sí misma.
Ignacio Camacho, ABC 22/11/12