Gonzalo Rubio Hernández-Sampelayo-ABC

  • La pluralidad y la canalización del sentir del pueblo sólo pueden realizarse aceptando la legitimidad del contrincante

Es común apelar a la mayoría parlamentaria de la que disfruta el Gobierno para justificar la amplitud de su poder. Se parte de la premisa de que equivaldría a un mandato de la generalidad del pueblo, lo que fundamentaría, de un lado, el ejercicio de las funciones legislativas y ejecutivas al margen de los partidos de la oposición y, de otro, la capacidad de decidir los criterios de valor y sentido que rigen la sociedad.

La mayoría parlamentaria así entendida constituye un mito carente de fundamento constitucional. La experiencia demuestra que la premisa no se corresponde con la realidad. En ésta y en legislaturas pasadas, la mayoría parlamentaria es en realidad una coalición de partidos representativos de sensibilidades diferentes y cuyo funcionamiento se basa en el sistema ‘do ut des’ (doy para que des). Pero incluso en los casos en que una formación goza de mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados su gobierno carece de un poder integral; y ello es así, al menos, por cuatro razones jurídicas.

Primera, hallándose el Gobierno en la cúspide de la Administración, actuar movido por intereses exclusivamente partidistas es inconciliable con el principio de objetividad establecido en el artículo 103 de la Constitución (CE). Segunda, marginar a la oposición es incoherente con el pluralismo político inherente a nuestro sistema político (artículo 1 CE). Tercera, emplear el Congreso de los Diputados como órgano al servicio de los intereses partidistas del gobernante implica ignorar que el legislativo y el ejecutivo son poderes dotados de funciones constitucionales diversas, siendo una de las principales de aquél, precisamente, controlar a éste (artículo 66.2 CE). Y cuarta, la confección del ambiente cultural nada tiene que ver con las funciones que el artículo 97 CE encomienda al Gobierno.

Este mito no solo carece de encaje en nuestro sistema constitucional, sino que ha dado lugar a un clima de desolación política. Si legislatura tras legislatura el partido de Gobierno se ha movido según sus intereses y los de sus socios, es inevitable que los grupos de opinión se conviertan en facciones políticas. Lo triste es que todas las facciones coinciden en tener la peor opinión de la clase política, menospreciar la alta dignidad de los órganos constitucionales y concebir a éstos como una amalgama de siervos del poder contingente.

Para superar este mito y las indeseables consecuencias que ha traído consigo, los partidos políticos deben recuperar su posición institucional. El artículo 6 CE les atribuye las funciones consistentes en expresar el pluralismo político, manifestar la voluntad popular y articular la participación política. El cumplimiento de estas encomiendas exige un comportamiento colaborativo por el conjunto de formaciones. La pluralidad ideológica y la canalización del sentir del pueblo sólo pueden realizarse, primero, aceptando la legitimidad del contrincante y su participación en los procesos decisorios, y segundo, respetando la esencia institucional de los órganos constitucionales. La sociedad debe esperar de los partidos políticos que compitan por obtener el apoyo entre los votantes, al tiempo que tiene el derecho a exigirles su mutua lealtad para alcanzar la máxima expresada en el preámbulo constitucional de «garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social justo». Sin lo primero, la política no sería tal, pero sin lo segundo no sería noble.