- Ucrania, como antes Moldavia o Georgia, son instrumentales. Lo que está en juego, como ocurrió durante el imperio zarista o con la Unión Soviética, es el papel de Rusia en Europa. Moscú exige el reconocimiento del estatus de gran potencia y su derecho a condicionar la política de sus vecinos
Rusia ha hecho un enorme sacrificio para ocupar una parte relevante de Ucrania. Ha sido una agresión injustificada, desarrollada de manera escasamente profesional y que se ha llevado por delante la vida de muchos soldados, destrozando miles de familias. El coste reputacional y económico ha sido enorme, hasta el punto de convertir un Estado con ambiciones imperiales en un vasallo de China. Sin embargo, todo ello podría haber valido la pena para Putin, en su singular visión de los intereses de Rusia, si finalmente la Alianza Atlántica cede a sus exigencias.
Como hemos repetido en más de una ocasión desde esta columna, la invasión de Ucrania no se justifica por cuestiones bilaterales, no va de las complejas relaciones entre ambos estados. Estuvo precedida por una propuesta formal de la Federación Rusa a Estados Unidos y a la OTAN con el objetivo de retirar el armamento nuclear norteamericano del Viejo Continente y sus tropas de estados fronterizos con la Federación. Esas propuestas respondían a dos motivos arraigados en la historia. De una parte, la queja rusa por la expansión de la Alianza Atlántica y de la Unión Europea hacia el este, que la elite moscovita interpreta como una agresión y nosotros como el resultado de la decisión libre de estados que estuvieron bajo el yugo soviético y que han optado por la democracia y la economía de libre mercado. De otra, por la vocación imperial rusa, presente desde su establecimiento como imperio por los zares, que les empuja a tratar de establecer un área de influencia en su entorno, condicionando la política de sus vecinos.
La guerra de Ucrania es el quinto asalto de un combate. Moldavia, Georgia, Crimea y Donbás la precedieron. En todos los casos Moscú ha tratado de evitar por la fuerza la pérdida de control gravitacional. Rusia es consciente de que la Alianza es el resultado de la Guerra Fría y que no es evidente que pueda adecuarse a los nuevos tiempos. Sus actos violentos han tenido un efecto perverso para sus intereses, empujando a algunos estados a solicitar su ingreso, Suecia y Finlandia, y facilitando el trabajo de la diplomacia norteamericana para tratar de reanimar a la mortecina Alianza, como vimos en la cumbre de Madrid, con la aprobación de un nuevo concepto estratégico que calificaba a la Federación Rusa como ‘amenaza’. Sin embargo, los cambios políticos que están viviendo sus estados miembros abren un importante espacio de negociación, que el Gobierno de Putin espera poder aprovechar. La crítica a las elites, el resurgimiento de las corrientes nacionalistas, la demanda de proteccionismo, las dificultades económicas por las que están pasando muchos estados están reconfigurando el panorama político aliado. Son muchas las voces que se resisten a seguir manteniendo la costosa ayuda a Ucrania y que demandan un acuerdo con Rusia.
Putin siempre confió en que el bloque occidental se resquebrajara a la hora de mantener su ayuda a Ucrania. Tanto él como sus colaboradores tienen razones para estar orgullosos de su planteamiento estratégico, aunque la ejecución haya sido de vergüenza ajena. Con la llegada de Trump y el viaje del teniente general Kellogg a Kiev se abre un nuevo tiempo, el que Rusia esperaba. En enero, la nueva Administración norteamericana asumirá sus responsabilidades, tras haberse comprometido con la ciudadanía a reducir drásticamente la ayuda a Ucrania y poner fin a la guerra mediante un acuerdo. Estos compromisos suponen una formidable vulnerabilidad para Estados Unidos, la Alianza y Ucrania, pues conceden a Rusia la posibilidad de administrar esas expectativas. Que nadie lo dude, Putin lo va a hacer y lo hará en función de sus objetivos estratégicos, no tácticos. Esto no va de Ucrania, sino de la seguridad europea. Lo que Rusia busca es debilitar el vínculo trasatlántico y la cohesión continental. Ucrania, como antes Moldavia o Georgia, son instrumentales. Lo que está en juego, como ocurrió durante el imperio zarista o con la Unión Soviética, es el papel de Rusia en Europa. Moscú exige el reconocimiento del estatus de gran potencia y su derecho a condicionar la política de sus vecinos. Nada nuevo, pero son unos objetivos que casan mal con las declaraciones primarias de los dirigentes republicanos en Estados Unidos. Lo que vale para la política nacional no tiene porqué ser útil en la internacional.
Rusia es firme en sus políticas, de ahí que considere decadente al bloque atlántico, cuyo relativismo y ausencia de valores le aboca tanto a los excesos retóricos como a la falta de constancia en la ejecución de sus estrategias. Lo ocurrido en Vietnam, Afganistán, Irak, Siria o los vaivenes en su relación con Irán han convencido a las elites moscovitas de que el tiempo juega a su favor si son capaces de resistir y lo son. Tanto la OTAN como la UE se comprometieron a ayudar al Gobierno de Kiev hasta recuperar todo el terreno de soberanía. Abrir la posibilidad de una negociación con Rusia sobre el futuro de Ucrania es el acta notarial de la renuncia a los compromisos adoptados previamente, a la defensa de los principios jurídicos que están en los fundamentos de ambas organizaciones y, quieran reconocerlo o no, al sistema de seguridad europeo. Tengo serias dudas de que Trump sepa dónde se está metiendo, pero ninguna sobre la posición de Putin y sus colaboradores. Es su momento y tienen que saber jugarlo. Si pierden esta oportunidad pueden lograr lo contrario de lo que, buscan: una Alianza más fuerte y una Unión más cohesionada.