Vicente Vallés-El Confidencial
- Todo lo que hace o dice la vicepresidenta segunda se escribe en letras capitulares, y tiene carácter épico, único, superador de desgracias y procurador de venturas
Está en la naturaleza de las cosas que un dirigente político hable bien de sí mismo y mal de sus adversarios. No se inventó la política para dar rienda suelta a la modestia y la humildad. Lo que diferencia a unos de otros es el grado de autocomplacencia y de amor en primera persona del singular que cada cual desee mostrar en público. Y Yolanda Díaz no ha venido a la actividad pública para ser recatada ni pudorosa.
Hace dos años, llegó al Gobierno, con más susurros que ruido, de la mano de su mentor, el entonces líder de Podemos. La pasada primavera, el líder devino en exlíder y coronó a Díaz como su sucesora a efectos electorales. Hace mes y medio, la nueva cara visible de la izquierda populista —que lo es sin necesidad de primarias porque, al parecer, ya son consideradas superfluas por los paladines de la «nueva política»— reunió en Valencia a otras mujeres con cargos relevantes y proclamó que aquel era «el comienzo de algo maravilloso». Desde ese día, todo lo que hace o dice la vicepresidenta segunda se escribe en letras capitulares, y tiene carácter épico, único, superador de desgracias y procurador de venturas. Nada hay en su gestión que no resulte homérico y legendario. Lo simple no le roza. Cada palabra es proverbial.
En consonancia, el acuerdo con la patronal y los sindicatos para ¿desmontar?, ¿contrarreformar?, ¿matizar?, ¿puntualizar?, ¿retocar? la reforma laboral de Rajoy, dio derecho a Yolanda Díaz a protagonizar la conferencia de prensa posterior al Consejo de Ministros. Allí, el azucarero se desparramó. Nos dijo la vicepresidenta segunda que este acuerdo «tiende la mano entre mi hija y mi padre», que «va a cambiar la vida de la gente», que ella y sus colaboradores en el Ministerio de Trabajo tienen la «convicción de que lo que hacemos es cambiar nuestro país», que los trabajadores precarios «dejarán de tener vidas precarias», y que «no miento si digo que, humildemente, hoy es uno de los días más importantes del Gobierno de España y de esta legislatura». Por fin, el Gobierno disfrutaba de un gran día. Nada de lo hecho hasta ese momento por el Gabinete de Pedro Sánchez en pleno se aproxima al nivel alcanzado por Yolanda Díaz, en solitario.
Tratando de encontrar respaldo ajeno a su alto concepto de sí misma, añadió la vicepresidenta que «tampoco es un día cualquiera para el ministro Escrivá«, que estaba sentado a su izquierda. El titular de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, embozado en su mascarilla, ocupaba ese momento en mirar unos papeles y no movió un músculo cuando la vicepresidenta aguardaba la confirmación de su entusiasmo, aunque hubiera sido con un simple asentimiento. No hubo tal. Escrivá siguió embelesado en los papeles.
Esta muestra de desapego del sector PSOE del Gobierno hacia Yolanda Díaz ya se había producido el día en el que se anunció el acuerdo, porque se organizó una entretenida kermés competitiva de la vicepresidenta primera Nadia Calviño, para aparecer en cuantos más medios mejor, con el objetivo de acaparar los focos y apartarlos de su rival, la vicepresidenta segunda. Pero fue Pedro Sánchez quien trató de apuntillar el radiante fulgor de su ministra de Trabajo, y próxima contrincante electoral en la izquierda, cuando pidió la palabra en el Congreso, justo a la hora en la que Díaz comparecía en Moncloa. El presidente se apropió de las «reformas que ponen fin a las contrarreformas impuestas por otras mayorías en los años 2012 y 2013». Contraprogramación se llama la especie.
La batalla de la propaganda entre coaligados es el primer efecto real que ha tenido la reforma de la normativa laboral. La segunda batalla consiste en convencer a la ciudadanía de que la precariedad laboral llega a su fin. Así sea, aunque resulta sorprendente que en España se busquen grandes acuerdos frente a la precariedad, pero no frente al paro, que es el otro desgraciado, y aún más grave, hecho diferencial de nuestra economía. Algunos expertos temen que, poniendo dificultades a la contratación temporal, haya empresas que prefieran, directamente, no contratar. Sí sabemos que quienes sean despedidos seguirán recibiendo una indemnización de 20 días por año trabajado, y no de 45. En eso, la reforma de Sánchez-Díaz no cambia la de Rajoy. Tampoco, en otros aspectos importantes.
Se vanaglorian en la patronal CEOE de que la normativa establecida en 2012 se mantiene al 95%, lo que, de ser cierto, cuestionaría la providencialidad de Yolanda Díaz. Y se irritan en la CEOE al ver a Pablo Casado desperdiciar una excelente ocasión para desmontar a Sánchez. Si PSOE y Podemos han incumplido manifiestamente el punto 1.3 de su acuerdo de coalición («derogaremos la reforma laboral») y, por tanto, la reforma de Rajoy no ha sido desmantelada, ¿por qué el PP no lo celebra? Quizás, porque ‘manca finezza’.