IGNACIO CAMACHO-ABC 

  Puigdemont ha quedado como un pelele, un títere en manos de un grupo de iluminados por una enajenación fanática LO único que está claro en medio del caos catalán es que Puigdemont no manda. Nunca ha liderado nada en todo este lío pero ahora es sólo un pelele, un títere en manos de un grupo de iluminados por una enajenación fanática. La forma en que se ha dejado torcer el brazo para revocar su propia voluntad de convocar elecciones debería empujarlo, si tuviese un atisbo de amor propio, a la dimisión instantánea. Aunque da igual que la presente o no; acabará arrollado, desplazado y quizá encarcelado por someterse a la turba revolucionaria. 

Su papelón ha sido patético, de una comicidad amarga. Un hombre incapaz de ejercer por sí mismo el poder; un tipo arrugado, empequeñecido, jibarizado, que se va convirtiendo en un monigote zarandeado a medida que transcurre la mañana. Un peluche encogido a merced de una gavilla sectaria que ha reducido su presunta autoridad a jirones a base de tirarle de las mangas. Una caricatura de gobernante incapaz de sostener su criterio, zarandeado como una triste palmera solitaria. 

El desenlace (?) del culebrón de las elecciones anticipadas demuestra hasta qué punto el proceso de independencia ya no está bajo la dirección de ningún dirigente ni sometido a ningún liderazgo. Es una revolución sin guía, un movimiento descontrolado. Puigdemont, elegido por su propia debilidad con el apoyo de los antisistema, ha externalizado el procès, lo ha entregado a la calle, a las asociaciones separatistas que iban a actuar como agentes subcontratados y han acabado apoderándose de la iniciativa para tomar el proyecto bajo su mando. Son esas plataformas sediciosas las que han impuesto las condiciones que han atenazado a un honorable sin honor ni dignidad para ejercer su cargo. Las que han exigido que el poder judicial –¡¡los que presumen de demócratas!!– liberase a sus jefes detenidos como parte de un acuerdo de inmunidad ante el Estado. 

Más allá de la ruptura casi inevitable, el delirio independentista ha destruido ya el propio sistema político catalán; lo ha arrasado. La deriva de la secesión se ha impuesto como único modelo liquidando toda opción pragmática con su rodillo doctrinario. La antigua Convergencia, el partido alfa del nacionalismo, ha sido triturada y en su lugar no queda ningún interlocutor reconocible o estructurado. Sólo falsas masas muy bien coreografiadas para ejercer la presión callejera como únicas dueñas del escenario. Una de las comunidades más desarrolladas de España ha devenido un laboratorio sociopolítico del populismo más exaltado. 

En estas condiciones existe ya muy poco margen para un último volantazo. Las presuntas autoridades catalanas no ofrecen confianza ni responsabilidad porque las decisiones reales escapan de sus manos. La legalidad ha sido abolida y el poder, atomizado. Le va a tocar al Estado, por mucho vértigo que sienta, ocuparse de que las instituciones de Cataluña dejen de ser una nave al pairo.