Luis Ventoso-El Debate
  • Nada de lo humano es perfecto, por eso resulta preocupante que cada vez estemos más convencidos de que nuestras ideas son las únicas aceptables

El ser humano es una criatura falible. Nada más evidente. No existe un solo día sin guerras en la historia de la humanidad, ejemplo harto suficiente de la materia moral de que estamos compuestos. Los cristianos creemos además que nacimos marcados por el pecado y que solo la muerte de Jesucristo en el terrible sacrificio de la Cruz nos salva, purifica y ofrece un pasaporte directo a la felicidad absoluta y eterna.

Si el error es connatural al hombre, ¿puede ser capaz de hacer algo absolutamente perfecto? Evidentemente, no. Por eso son utópicas, y con frecuencia peligrosas, las ideologías que aseguran poseer solución para todo, que esgrimen su punto de vista como el único aceptable, que niegan a sus adversarios (enemigos) toda posibilidad del más mínimo acierto.

En el siglo XX ese error totalitario se llevó a su extremo con los ejemplos espeluznantes del comunismo y el nazismo, ideologías antiliberales que anularon al individuo para convertirlo en hombre-masa. Abominaron además de la espiritualidad cristiana y propusieron un corpus cerrado para alcanzar un nuevo estadio superior de la humanidad (que acabó en las mayores matanzas de la historia: el gulag, los campos de exterminio nazis, la Revolución Cultural china o Pol Pot).

Tras un mortífero siglo XX, con dos guerras mundiales, cabría esperar que el ser humano adoptase la cura de la moderación. No ha sido así, por supuesto. Vivimos un auge de lo que el magnífico ensayista estadounidense Robert Kaplan, entrevistado aquí días atrás, denomina «el monopolio de la virtud». No se llega ni de lejos a lo que sucedió en Europa a comienzos del siglo XX, porque no se emplea la violencia, pero sí es verdad que han surgido unos populismos a babor y estribor que actúan como si ostentasen ese monopolio de la virtud. El que no acepta sus mandamientos a pies juntillas, estacazo dialéctico al canto, muchas veces lanzado desde el anonimato de las redes: eres un blando (o un «cagado», o un «fascista», o «un vendido al globalismo»).

Si no compras el catecismo completo de una forma de ver el mundo, quienes defienden esa ideología te condenarán. Es el comportamiento del wokismo, con su corrección política que provoca autocensura. Pero a veces es también el tono de quienes considerándose antiwokistas acaban practicando algo similar desde el otro bando.

Esa creciente intransigencia, en la que confieso que a veces me incluyo, se ha agravado en España por la situación excepcional que sufrimos, con un mandatario manifiestamente amoral, para el que la verdad no existe y que espolea la división en bloques ideológicos dinamitando todos los puentes.

Los partidos del monopolio de la virtud prosperan en Occidente por varios motivos, principalmente por el estancamiento económico de las clases medias respecto a la generación previa y por la desinformación y las redes sociales.

La prosperidad se está fugando a Asia (entre otras cosas porque tienen más ganas de trabajar). Nosotros, los europeos y los estadounidenses, vivimos en un suave declinar, anestesiados por la nueva cultura del ocio digital, la moda barata, la democratización de los viajes y, en el caso de España, también por la socialización alcohólica, primer pasatiempo callejero nacional.

Pero mientras estamos embotados por el hedonismo y el conformismo, hasta el extremo de que ya apenas tenemos hijos, vamos perdiendo poder adquisitivo y aspiraciones. La clase media adelgaza y sufre. Es la loncha cada vez más apretada entre las rebanadas de una inmigración descontrolada, que capta la mayoría de las ayudas públicas, y de unas pequeñas élites metropolitas de ciudadanos del mundo, súper guays que ya no se mojan con la realidad de las personas de su país (incluso la desconocen).

Es normal que las clases medias estén enfadadas. Tienen menos dinero en su bolsillo y no reconocen las calles donde siempre han vivido, cuyo paisaje urbano ha mutado en brevísimo tiempo por una inmigración masiva. Ese justificado enojo los convierte en clientela fácil de los partidos del monopolio de la virtud, que les ofrecen una solución casi mágica para todos sus males (socialista o nacionalista, según los extremos). Tales propuestas políticas se niegan a asumir que el problema trasciende el ámbito de la nación y que ya no se puede arreglar solo desde ella. Aunque ciertamente se pueden hacer más cosas de las que a veces hacen los aburguesados partidos clásicos.

La segunda razón del éxito de los partidos del monopolio de la virtud radica en la desinformación y en las redes sociales. En el siglo XX existían unos profesionales de la información y unos intelectuales que comunicaban de arriba abajo a la ciudadanía. La prensa de papel era un formato reposado, que requería concentración y atención, y las familias veían juntas los informativos televisivos. Internet ha dinamitado aquel modelo. Todo se ha vuelto horizontal y más abierto. Cada ciudadano es un periodista y un opinante. Puede exponer sus opiniones en las redes sociales en plano de igualdad con «los expertos» (detestados y despreciados por los partidos del monopolio de la virtud, pues los estudiosos tienen la mala costumbre de detenerse en los detalles de las cosas, en lugar de abrazar la demagogia infalible de la ideología de turno).

A priori, las redes sociales parecían una bendición para la democracia, pues ampliaban el pluralismo y las voces capaces de comunicar realidades silenciadas por el establishment. Pero han derivado en un ring de boxeo dialéctico, donde se intercambian guantazos sin aceptar jamás que el oponente pueda tener razón en algo. Se acude a ellas para reafirmar los propios prejuicios y no existen filtros de calidad para separar verdad y mentira.

También ha empeorado el nivel de información del público. Parte de él se «informa» —valga la expresión— a través de canales que son un pasatiempo epidérmico, como TikTok e Instagram. En el caso de los chavales, el desconocimiento de la actualidad resulta descorazonador. Hoy, algunos estudiantes de Periodismo ni siquiera saben quién es el presidente de Francia (y no lo señalo como caricatura, lo he constatado).

¿Volverá el mundo a una etapa de moderación, donde la duda se considere una virtud y no una traición ideológica acreedora del escupitajo en la plaza pública digital? Por desgracia, no lo creo. Además, los temibles bots de Inteligencia Artificial exacerbarán la propagación del virus de la intransigencia.

Pero bueno, consolémonos: nadie nos prohíbe pensar. Por ahora…