Ignacio Camacho-ABC
- Fue la proclamación del Rey Juan Carlos, no la muerte de Franco, el eje sobre el que giró el proceso democrático
Cuando lo derrocó Nasser, a mediados del siglo XX, el Rey Faruk de Egipto profetizó que en breve no quedarían en el mundo más monarcas que el de Inglaterra y los cuatro de la baraja. Como era musulmán, aunque no demasiado ferviente, se olvidó de los Reyes Magos, cuyas cabalgatas sobrevivieron en España incluso durante la convulsa etapa republicana, y si incluyó a la Corona inglesa fue porque se había educado en Gran Bretaña. Lo que no tuvo en cuenta, y le costó el trono, es que las monarquías europeas se habían asegurado la continuidad adaptándose al marco constitucional de base parlamentaria y conservando la legitimidad de ejercicio mediante la ejemplaridad de sus titulares y una función arbitral de competencias estrictamente tasadas.
Ahora que Pedro Sánchez vuelve a ‘resucitar’ a Franco para agarrarse al relato de las dos Españas y el enfrentamiento de bandos, resulta imprescindible recordar que apenas 48 horas después de la muerte del dictador las Cortes proclamaron sucesor a Don Juan Carlos. Y que fue ese acontecimiento, y no lo que entonces se llamó «el hecho biológico», el eje sobre el que giró el proceso de cambio. No es posible saber, ni siquiera a través de la especulación contrafactual, qué habría pasado si el heredero hubiese mantenido el régimen plenipotenciario que le fue legado con la más que probable intención de que lo conservara intacto. Lo que sí sabe es lo que utilizó esas facultades autoritarias para poner en marcha un sistema democrático.
Dicho de otra manera: Juan Carlos recibió todo el poder –y los poderes– de Franco y en menos de un trienio se los había devuelto al pueblo. Y no fue fácil: hubo que convencer a las élites posfranquistas y al Ejército, tarea que requirió mucho tacto, grandes dosis de inteligencia política y un notable esfuerzo. La Transición atravesó momentos de serio riesgo mucho antes del golpe de Tejero, y se solucionaron a base de diálogo, paciencia y acuerdo. Pero hasta la promulgación de la Constitución –y eso incluye la breve legislatura constituyente–, el Rey tuvo la última palabra, la decisión final, el mando supremo. La democracia no fluyó sola ni brotó espontáneamente del lecho de un tirano muerto.
De modo que vincular las libertades a la simple desaparición natural del autodenominado Caudillo –traslación literal de los conceptos de ‘Führer’ y ‘Duce’ propios de los fascismos– no es más que un trampantojo histórico oportunista y además ficticio. Sin la iniciativa personal del Rey, la intuición estratégica de algunos dirigentes surgidos del franquismo, la anuencia a regañadientes de los militares y la colaboración de los partidos –incluido el PCE de Carrillo–, el destino de la nación tal vez hubiese discurrido por cauces bien distintos. Está bien celebrar la efemérides pero convendría un balance objetivo de papeles y protagonismos. El del PSOE, por cierto, fue bastante tardío.