La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut nos ha demostrado que Montesquieu pudiera estar agónico pero no muerto, y que por mucho que el Ejecutivo se empeñe, lo coree el Legislativo, lo refrende un plebiscito en Cataluña, ni el Ejecutivo ni el Legislativo pueden conculcar la ley, y el Tribunal Constitucional ha obrado en consecuencia.
Ante la enorme capacidad de iniciativa de aquel Gobierno de llevar sus decisiones adelante en los albores de la joven democracia española, frente a la pérdida de importancia del Legislativo y del Poder Judicial, se le atribuye a Alfonso Guerra la frase: «Montesquieu ha muerto». Efectivamente, parecía que en España sólo existiera de verdad un poder, el del Gobierno, o, en su caso, y a su nivel, el de los gobiernos autonómicos que empezaban a emerger.
Que el aristócrata bordelés estuviera muerto ya lo sabíamos casi todos los que hicimos bachiller. Lo que quería decir el político socialista es que no existían contrapoderes serios ante el Poder Ejecutivo, con lo cual cualquier iniciativa que éste decidiera iba a salir adelante. Monstesquieu, que había conocido la grandeza y la perfidia de la revolución francesa y de los gobiernos que la sucedieron, que sabía de la ambición humana, empezando por la suya, comprendía que para el funcionamiento pacífico de un sistema político, donde se salvaguardaran los derechos de los ciudadanos, era necesario dividir el poder no sólo en tres poderes, sino que éstos fueran concebidos como contrapoderes de los otros dos. Eso que de carrerilla decimos el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. De esta manera el Judicial, especialmente, se encargaría de velar por la legalidad de las decisiones del Gobierno. Es cierto que en lo relativo al Legislativo cada vez son más correa de transmisión de los gobiernos, con alguna excepción como la británica.
La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña nos ha demostrado que Montesquieu pudiera estar agónico pero no muerto, y que por mucho que el Ejecutivo se empeñe, lo coree el Legislativo, por mayoría simple, lo refrende un plebiscito en Cataluña, ni el Ejecutivo, ni el Legislativo, pueden conculcar la ley, y el Tribunal Constitucional, a pesar del enorme reto al que asistía, ha obrado en consecuencia. Alivio para el ciudadano que observa que el contrapoder aún funciona, y, por lo tanto, se puede sentir algo más ciudadano. El propio Guerra, que se encargó de «cepillar» el Estatuto catalán desde el Congreso de los Diputados, no disentía de la sentencia en una actitud respetuosa que le honra.
En otro orden de cosas, ha habido un acto el día 27 de junio en el Congreso de los Diputados que va a limitar la política gubernamental ante el terrorismo de ETA. Se trata del acto solemne que se brindó a las víctimas del terrorismo con motivo de la aprobación de la Ley de Víctimas. Lo importante, recordando a Mario Onaindia y su deseo de poner a éstas en el centro del altar de la patria democrática, ha sido el reconocimiento político de su importancia en la democracia española, y que cualquier aventura negociadora con el mundo del terrorismo vasco tendría que poner en crisis ese reconocimiento. Los gobiernos, desgraciadamente para ellos, y afortunadamente para todos los demás, no pueden hacer lo que les da la gana. Es la democracia…
Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 6/7/2010