Ignacio Camacho-ABC
El día que acabe la cuarentena nos invadirá el regocijo, pero tardaremos mucho en recobrar la vida que vivíamos
Hay una buena noticia estos días, acaso la única, y es que el confinamiento ha reducido bastante las urgencias en los hospitales. No es mucho pero es un primer paso porque la medida, además de contener el contagio, trataba sobre todo de proteger a la sanidad de la avalancha, de evitar el colapso. No te lo cuento sólo para darte ánimos, sino porque ese respiro es vital para el personal sanitario; una ayuda real, más tangible y práctica que el diario homenaje vespertino del aplauso. Y también para que sepas que este sacrificio de clausura general sirve ya para algo, a la espera de que la curva de propagación alcance el pico más alto antes de empezar a ir hacia
abajo. Esto último, ya te lo anticipo, es más problemático y sobre todo va para un plazo mucho más largo. Por más que las cifras te den escalofríos, el punto crítico de la epidemia aún no ha llegado. Faltan por aparecer los infectados de aquella maldita semana del ocho de marzo en que no imaginábamos que sería necesario motivarnos con esta retórica de resistencia empachada de gastados ecos churchillianos.
Así que esta es la mala noticia: no hagas todavía muchos planes para cuando salgas. Y si los haces, porque necesitas motivarte pensando en el momento alegre y expansivo de tu libertad recobrada, que sea bajo la premisa pragmática de saber que te queda mucho tiempo en casa. Que es harto improbable que la cuarentena finalice antes que la Semana Santa. Que el Gobierno no va a correr el riesgo, y hará bien, de hacer coincidir unas vacaciones en masa con el previsible estallido de extroversión y sociabilidad, el efecto de taponazo de champaña que produciría el fin anticipado del estado de alarma. Es más, cuando el enclaustramiento termine será presumiblemente de forma paulatina, escalonada; primero se autorizarán unas actividades, las más importantes para la reactivación económica, y luego otras de más a menos utilitarias en una escala gradual que dure algunas semanas. Vete haciendo a la idea de que los abrazos tendrán que esperar y que seguirá siendo preciso mantener las distancias.
En realidad, vamos a tardar mucho en regresar a la vida que conocimos. A los bares llenos en que nos rozábamos unos con otros para conseguir una copa en la barra, a las fiestas en la calle, a los actos masivos, a estar en el cine codo con codo, a las jornadas de fútbol con multitudes apretadas en los partidos, a la normalidad, en fin, de relacionarnos sin cortapisas y de compartir espacio con desconocidos sin dejar de estar tranquilos. Y por supuesto, y esto es lo peor, al trabajo de antes, a los empleos perdidos, a los planes que se quedaron por cumplir y a los negocios que se quedaron por hacer antes de que apareciese el jodido virus. El día en que podamos salir nos invadirá el regocijo pero quizá tardemos en comprender que habrá desaparecido una parte del mundo en que vivíamos hasta ayer mismo.