Lo que en realidad propone el PNV es que muchos ciudadanos vascos concierten consigo mismos, que consigan el milagro de separarse en sus distintas componentes para que después, habiendo declarado que una de esas componentes es el punto de partida obligado, concierte con todas las demás.
El nominalismo al que se han acostumbrado los políticos tiene un problema: caer en la tentación de creer que las palabras poseen poderes mágicos, que basta con formular lo mismo de otra forma para que algunos crean que el planteamiento ha cambiado; creer que basta con encontrar palabras que suenan bien, paralelismos que parecen aceptables, para pensar que los problemas han quedado solucionados. Hace mucho que el nacionalismo vasco está jugando a la magia de las palabras. A su apuesta por definir la sociedad vasca solo entre nacionalistas, la llamó «apuesta por la paz». A su apuesta por el derecho de autodeterminación y la consulta popular, la llamó «apuesta por la ética y la democracia». Y ahora –mientras algunos analistas hablan de que Iñigo Urkullu se hace con las riendas del poder y trata de marcar la agenda y los temas a Juan José Ibarretxe–, recurre a hablar de los mismos temas, pero llamándolo «concierto político».
Quienes participaron en la negociación del Estatuto de Gernika por parte vasca saben que en lo referente a la transferencia de la Seguridad Social, si bien se prevé la posibilidad de la gestión de las aportaciones y de las percepciones, se añade que dicha gestión se llevará a cabo regulada mediante convenios, y saben que el Estatuto habla de «convenios» porque no fue posible introducir el término concierto, y se habla de «convenios» para evitar el sinónimo de concierto que es convenio, en singular.
Cuando la transferencia de lo previsto estatutariamente en cuestiones de Seguridad Social está todavía pendiente, no por incumplimiento de la ley orgánica por parte del Gobierno central, sino por empecinamiento de los nacionalistas en que sea según sistema de concierto, explícitamente excluido cuando se pactó el Estatuto, empieza el PNV a hablar de ampliar el concepto de concierto a todo el sistema político que defina a la sociedad vasca.
En la primera presentación de este nuevo plan –al PNV y a sus líderes les salen planes como a un mago, conejos de la chistera– Urkullu habló de que se trataba de un paso más para ser más Estado, queriendo decir que se trataba de dar un paso más para ser más Estado vasco y menos Estado español. Con lo cual quedan dos cosas claras: que lo que actualmente es Euskadi, la comunidad autónoma, gracias al Estatuto –y, por lo tanto, gracias a la Constitución–, es Estado parcial en la medida en que se ha podido separar solo parcialmente de España. Y, segundo, que de lo que se trata es de seguir por esa misma senda hasta llegar a una situación en la que, desde la separación total, se ofrezca un tratado de amistad, de relaciones privilegiadas al vecino, a España, al otro Estado, y siempre de igual a igual. Concierto político entendido como confederación. O casi ni eso.
Pero el nacionalismo vasco se encuentra en un laberinto: siempre propone algo hacia fuera, siempre habla como si el PNV, el nacionalismo, fuera el todo de la sociedad vasca, como si en la sociedad vasca solo hubiera nacionalistas, y como si el único problema consistiera en que existe un vecino que incordia demasiado, para lo cual hay que encontrar reglas amistosas de relación.
Este planteamiento es un laberinto del que es incapaz de salir el nacionalismo vasco. Porque el problema no es la existencia del vecino, incordie o no, sino que la cuestión –que no es problema, sino riqueza– es la existencia en la sociedad vasca de unos ciudadanos que no son nacionalistas, de unos ciudadanos para quienes España no es vecino, sino parte de sí mismos, España en cuanto cultura y lengua, pero sobre todo España como nación política, como Estado de derecho. Y todos estos ciudadanos no quieren ser el cupo para pagar el concierto, no quieren ser la moneda de cambio de ningún arreglo. Porque serlo violentaría el pluralismo inherente a la sociedad vasca, porque negaría la complejidad propia de la sociedad vasca, porque la empobrecería, porque, en suma, la haría menos democrática.
El nacionalismo vasco, el PNV, no se tiene que dirigir a España como algo exterior, sino que se tienen que dirigir a todos los que en Euskadi no son nacionalistas, a todos los que se sienten pertenecientes tanto a Euskadi como a España, en distintos grados de mezcla. El hecho de que el PNV se dirija siempre hacia fuera, a alguien a quien considera que es extraño, ajeno a sí mismo, es indicativo de que sigue encerrado en su propio laberinto y no encuentra la salida. Indica que no toma en consideración a una buena parte de la sociedad vasca, que no sabe qué hacer con el pluralismo y la complejidad vascos, que en todo caso los considera un problema por el que está dispuesto, en el mejor de los casos, a pagar el precio de tener que mantener alguna relación con el Estado español.
Lo que en realidad propone el PNV es que muchos ciudadanos vascos concierten consigo mismos, que consigan el milagro de separarse en sus distintas componentes para que después, habiendo declarado que una de esas componentes es el punto de partida obligado, concierte con todas las demás. Me veo produciendo dentro de mí mismo una separación químicamente pura hasta lograr ser solo vasco, para desde ahí reconstruirme, vía concierto conmigo mismo, hasta lo que realmente soy: algo que desaparece si se le quiere disolver en sus componentes, como tan bien saben Amin Maalouf y Harry Mulisch.
Joseba Arregi, EL PERIÓDICO DE CATALUÑA, 17/11/2008