Francesc de Carreras-El Confidencial
- El nacionalismo identitario es una ideología integrista, no es una ideología liberal como la democracia cristiana o el socialismo democrático
Es opinión amplia y erróneamente compartida que los nacionalismos políticos catalán y vasco eran moderados antes de la Transición, aceptaron de buena gana la España de las autonomías prefigurada en la Constitución de 1978 y, con el paso del tiempo, se han ido radicalizando debido a la incomprensión de ‘Madrid’, ese ente imaginario con el que estos nacionalismos periféricos demuestran su desprecio por la realidad política de España.
Si se admite este engañoso presupuesto, la responsabilidad de los actuales conflictos territoriales no recae en estos nacionalismos identitarios sino en el Estado, en la España de los ciudadanos, que debe aceptar sus peticiones por el maltrato que han recibido Cataluña y el País Vasco. Si no hubiera sido así, los intentos de secesión fundados en un inexistente derecho a la autodeterminación de estos ‘pueblos’ no habrían tenido lugar.
Ciertos pasajes de la lectura del libro de memorias de Óscar Alzaga me han confirmado la impostura de esta posición. Estas memorias (‘La conquista de la transición (1960-1978). Memorias documentadas‘, Marcial Pons, Madrid, 2021) aportan datos y argumentos que responden exactamente a su título: la democracia no surgió de la nada tras la muerte de Franco, sino que las fuerzas políticas democráticas fueron conquistando progresivamente la democracia durante los 15 años anteriores. Entre estas fuerzas, Alzaga explica con detalle la trayectoria de la que mejor conoce porque militó activamente en la misma desde su juventud: la democracia cristiana. En este sentido, el libro de Alzaga no solo aporta su memoria personal, sino, a la vez, es también un libro de historia. Por eso en el subtítulo añade «memorias documentadas».
Como es conocido, Óscar Alzaga no ha sido únicamente un político, quizás incluso este aspecto de su actividad sea el menos importante, porque básicamente ha sido un jurista desde una doble perspectiva: la académica como catedrático de Derecho Constitucional y la profesional como abogado en un destacado bufete en Madrid. Ambas facetas, por supuesto, ejercidas en grado de excelencia.
Ciertamente, además, fue un activísimo político en la oposición al franquismo y, ya en democracia, diputado por UCD hasta su disolución en 1983 y fundador y presidente del PDP, partido de signo democristiano, que abandona en 1987 cuando se retira de la vida política. En mi opinión, su gran aportación a la democracia fue como opositor al franquismo, como dirigente estudiantil encuadrado en el clandestino Izquierda Demócrata Cristiana (IDC), que encabezaba don Manuel Giménez Fernández, su gran maestro y su principal referente político.
Por todas estas razones, estas memorias centradas sobre todo en su actividad política desde 1960 aportan testimonios de primera mano de hechos tan relevantes como la reunión en Múnich de 1962 —conocida despectivamente como ‘contubernio’—, la revista ‘Cuadernos para el Diálogo’ —de la que fue fundador y activo miembro del consejo de redacción—, así como la participación en el movimiento estudiantil antifranquista como dirigente de la UED (Unión de Estudiantes Demócratas, de signo democristiano).
En este último aspecto, son muy sugerentes los datos que suministra Alzaga sobre la influencia de la democracia cristiana española, entonces actuando en la clandestinidad, en el Vaticano —especialmente ante el papa Montini— y las relaciones con los partidos alemán e italiano de su misma ideología, entonces en el Gobierno de sus respectivos países. Esta influencia fue decisiva para contrarrestar la propaganda que el franquismo ejercía a través de su diplomacia. Esta influencia —que compartía con el PSOE de entonces, antes de Suresnes— fue probablemente la principal contribución a su lucha contra la dictadura, contribución que no podían ejercer en aquellos años los comunistas, en cambio tan decisivos en la lucha antifranquista interna. Este reparto de papeles beneficiaba a toda la oposición. En estos aspectos, el libro de Alzaga aporta datos de gran importancia que para muchos quizás habían pasado desapercibidos.
Dicho esto, enlacemos con el principio. Los partidos catalanes y vascos homólogos con la democracia cristiana española eran Unió Democràtica de Catalunya (posteriormente la Unió de CiU) y el PNV. Alzaga explica la incomodidad que ello les representaba porque ambos ya sostenían, explícita o implícitamente, no solo dar a sus territorios la consideración de naciones identitarias, sino también su derecho a separarse de España, el inexistente derecho a la autodeterminación.
Aporta Alzaga un texto del líder de Unió Miquel Coll Alentorn, que forma parte de su ‘Compilació doctrinal’, según el cual Cataluña y los demás países de lengua catalana (Països Catalans) constituyen una nación. Como primer paso, pueden admitir ser parte de una España federal, pero su finalidad es acabar formando una confederación. En nota a pie de página, Alzaga, no en vano jurista, hace constar que una confederación es una entidad de derecho internacional y que aquellos que la forman no están unidos por una Constitución sino por un tratado entre naciones soberanas que puede disolverse por denuncia de una de las partes (el Brexit sería un ejemplo).
En 1973, durante una reunión formal con el PNV, relata Alzaga que un joven Xabier Arzalluz reclama el derecho a la autodeterminación del País Vasco, ante la sorpresa de los presentes, incluso de Juan Ajuriaguerra, el veterano líder del PNV, que le dice a Alzaga que no se preocupe, que esto es cosa de jóvenes.
Asimismo, cuando en 1970, junto a Antón Canyellas, es recibido por Jordi Pujol para solicitarle ayuda económica de Banca Catalana para ‘Cuadernos para el Diálogo’, el después presidente de la Generalitat le responde que solo podría acceder a ello si ‘Cuadernos’ se editara en versión catalana y sus colaboradores fueran todos ellos catalanes, naturalmente escogidos por él. La nación lingüística estaba por encima de la democracia y las libertades, valores universales. Lo que interesaba a España no era del interés de Cataluña y viceversa. El nacionalismo identitario ya estaba ahí.
Porque el nacionalismo identitario es una ideología integrista, no es una ideología liberal como la democracia cristiana o el socialismo democrático. Los democristianos han sido fundamentalmente europeístas, quizá quienes más han contribuido a la Unión Europea. Alzaga recuerda las palabras de Adenauer: «Romper en Europa con el hábito de pensar en términos de Estado-nación (…) Solo es posible una época de paz y cooperación si las ideas nacionalistas se excluyen de la política». Esta frase, especialmente el último inciso, está todavía vigente aunque el viejo canciller alemán la escribiera en 1955.